sábado, 28 de febrero de 2015

Introducción (publicada en El mundo amaba a otras personas -Textos Intrusos [2015]-)




1986. Primaria. Segundo grado. Turno tarde. Amalia nos enseñaba a sumar y restar, nos enseñaba a leer y escribir, nos enseñaba a volar.
Tarea: hacer un cuento. Dice la leyenda que no fue el primer cuento que escribí, pero sí el primero que recuerdo que escribí. ¿De qué iba? No quiero mentir, pero los temas que en ese momento me interesaban tenían que ver con superhéroes y supervillanos, el bien y el mal, la lucha en el espacio infinito, disputas en galaxias lejanas, naves espaciales, rayos láser, injusticias, amistad, tristeza, alegría, amor, odio. Era un relato larguísimo, eso seguro. Hojas y hojas ocupadas con esa letra tan, pero tan enorme (mi marca registrada a mediados de los ochenta).
Todo el grado cumplió con la tarea. Algunos rezongando; otros dispuestos al juego. A la docente que
más me marcó se le ocurrió que debíamos votar por el mejor cuento del aula. Voté a Emanuel, una especie de contrincante en aquellos tiempos; algo así como mi rival natural.
Petiso, flaco, ojos celestes, cabello dorado; corte tipo pelela, onda “príncipe valiente”, muy de moda en aquellos tiempos. Se llevaba todas las miradas. Lo solían elegir para protagonizar los actos escolares. Y casi siempre al lado de esa preciosa morochita de pelo bien cortito y ojos achinados llamada Aluminé. Emanuel fue Belgrano, Sarmiento, San Martín y Colón. Yo siempre hacía de la contrafigura, era Malo 1. Era el escollo a vencer, el más difícil. Amaba el papel de antagonista. No me importaba perder, pero ansiaba ser el último derrotado; quería caer con dignidad, ser el hueso más
duro de roer; me cabía hacer del vencido pero con una condición: que el prócer o conquistador ese del orto no se la llevase tan de arriba.
Creo que lo voté porque me parecía una cosa ética votar por mi rival, reconocerlo como alguien valioso, alguien a respetar. En mi ingenuidad total juro que pensaba que Ema iba a votar por mí. La cuestión es que él también se votó. Y la votación terminó 10 a 10. En un grado de veintipico, el resto de los contrincantes había quedado muy lejos.
Amalia dictaminó empate. Ahora, a desempatar. Segunda vuelta. Balotaje. Mis amigos, que se agarraron la cabeza cuando les conté a quién había votado, me aconsejaron que esta vez no sea tonto y me vote a mí mismo, que no pasaba nada, que valía, que no sea gil de goma.
No recuerdo los números finales, pero lo cierto es que perdí. Mis amigos atribuyeron la derrota a que el rubio de cabellos dorados era más lindo y por eso recibió el voto de todas las chicas, aparte del de sus amigos.
Aquella y otras actividades provocaron que garabatee por mi cuenta miles de historias.
Por ayudarnos a dar esos primeros pasos, por ese enorme amor por la docencia, ¡gracias Amalia Boccazzi!
Y no quiero dejar afuera de los agradecimientos primarios al mejor narrador de historias que conocí: el maestro bibliotecario José “Pepe” Lubrano. ¡Ma qué Laiseca, ni Laiseca!

Y llegó la Secundaria. Mis cinco oscuros años literatos. Lengua, en primero y segundo; Literatura, de
tercero a quinto; ambas dictadas por el mismo profesor. Hombre del período jurásico, nacido un par de horitas antes que el Tiranosaurio Rex.
Primera actividad del primer año: continuar un cuento que este educador de otro tiempo había
empezado. La parte de él terminaba con que el niño protagonista perdía en un concurso de barriletes. Bueno, mi continuación ocupó dos hojas, donde al protagonista lo hice bailar con situaciones una más increíble y surrealista que la otra. Pensaba que había sido mi mejor creación.
Terminado el asunto de la escritura, llegó la hora de la lectura. Mi turno. Estaba nervioso, pero lo saqué adelante. ¿Nota? El añejo pedagogo me encajó un 1 (uno). ¿Por? Por fantasioso, por inducir a la guarangada (en un pasaje, el personaje simplemente estaba haciendo “algo raro detrás de un árbol”), por…, qué sé yo, no recuerdo tanto; eso sí, mi protagonista las pasó feas y yo me lo pasé en grande escribiendo la historia.
Cuestión que luego leyó otro compa, cuyo texto consistió en un solo renglón que abarcaba la siguiente combinación de vocablos: “Pero el chico se fue feliz a su casa porque lo importante es competir”.
El anciano enseñante, que estuvo presente cuando Moisés abrió las aguas, consideró que ese texto estaba para un 6 (seis). “Cortito pero deja una buena enseñanza”, fue su motivo.
En tercer año, primer día de clase en Literatura, esta piedra en el zapato de la enseñanza argenta se dedicó a desmitificar escritores que para él eran un mal ejemplo a seguir. Tiró munición gruesa contra aquellos intelectuales que “tan mal le han hecho a la juventud de nuestro país”. Y la cerró con una frase que jamás olvidaré, porque fue reveladora:
—Bukowski era borracho. Kafka era drogadicto. Oscar Wilde era puto. —Hizo una breve pausa, arrojó una mirada aleccionadora y retomó—: Bueno, ahora pasemos a la literatura española católica apostólica romana de los siglos…
Luego de aquella clase, sólo quise buscar información acerca de esos autores, que hoy se encuentran entre mis favoritos.
En fin, no hay que ser rencoroso en la vida. Recordado preceptor de Adán y Eva, momia del saber,
inolvidable vegete autóctono, geronte antediluviano, compañerito de banco de Dios, ¡gracias!
Quizás a vos también te gustaba calzarte el traje de villano. Y esa fue tu particular estrategia para que
muchos decidamos adentrarnos en fabulosos mundos.

En 1999 llegaría Taller de Expresión I (Ciencias de la Comunicación, UBA), dictada por Claudia Vespa (la primera versión de El Monstruo fue mi trabajo final en esa materia). En 2007, Valeria Iglesias con su taller de escritura creativa (por lejos, el más lindo de los talleres a los que asistí). En 2013, los consejos de la escritora y editora Virginia Janza (la gran poetisa de Ileven). En 2015, las lecturas y devoluciones de Marcelo Criado (él sí me votó), la invitación de Daniel Enriquez a esa
presentación de libro (siempre tirando la posta El Dany), la sugerencia de Fabián Rodrigo, la confianza de Hernán Casabella, el diseño de tapa y contratapa de Mariano Escribal (¡no soy digno!), el prólogo de mi primo Gustavo Sarmiento (el mejor escritor de la flia), y el apoyo de mamá Gianna, papá Alfonso, hermano Martín y bocha de parientes.
Para el que tenga curiosidad, acá están diez de mis cuentos. Algunos tienen ideas que arrastro desde la infancia; otros, desde la adolescencia. Están los creados a partir de derrotas, decepciones y trabajos mal pagos. Pasen y lean.
Salvo que hayan encontrado en Facebook a Emanuel y prefieran pasarse los días viendo sus fotos. No los culpo. Debe estar hermoso.

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