martes, 19 de noviembre de 2013

De cómo aprobar Comunicación I




La primera vez que cursé Comunicación I no me fue muy bien que digamos, ¡Me fue pésimo! O pésimo capaz es la gloria al lado de lo que viví.
Fue la materia cuyo promedio resultó el más bajo de todo mi historial como estudiante. Un 2 (dos) en el primer parcial y otro 2 (dos) en el segundo. Conclusión: ¡¡¡a recursarla!!!

**

Algunos años después, la enfrenté de nuevo. Veamos qué onda, viejo zorro. Intentémoslo otra vez, amigo. Mis compañeros principales en esta aventura fueron Lucianito —con quien compartíamos el fanatismo por Charly García— y Mirko. 
Mirko era descendiente de eslavos. En una oportunidad fuimos con Luciano a estudiar a su hogar en Ciudad Evita. Era grande la casa. Estudiamos en su cuarto, con música de Mozart a máximo volumen. Para ir al baño había que cruzar todo un patio y llegar a otro de sus tantos ambientes. 
En un parate del estudio, tuve ganas de hacer pis, caminé por el patio, entré a la habitación que desembocaba en el ñoba y vi que un viejo de barba albina, con tirantes rojos, tocaba parado y alegre el acordeón, mientras unos tres niños bailaban exultantes. Ahí pensé que la combinación de Mozart con Coca Cola me había pegado mal. Por lo demás, hice pis y todo bien.
Lo más copado de tener a Mirko de compañero era lo siguiente: en ab-so-lu-ta-men-te to-das las ma-te-rias que lo tuve de compañero le hizo al profe de turno la siguiente pregunta:
—¿Esto no se relaciona de alguna manera con la jaula de hierro de Weber?
(Y luego seguía una perorata interminable que intentaba “de alguna manera” relacionar la jaula de Weber con el tema que estábamos viendo ese día en esa materia.)
Esa misma pregunta formuló Mirko en Comunicación I, cuando la recursé. ¿El profe? Probablemente el más odioso de todos los que tuve en la carrera. Uno de esos que se ponen en pose onda “estoy de vuelta de todo, flaquito”; de esos que te van a llevar la contra porque sí, para hacerse el genio loco que sabe más que vos; de esos que jamás vieron el programa que dieron anoche en la televisión vernácula; de los que no se emocionan ni a palos con el fútbol ni con ningún otro deporte; de los que jamás te van a mirar una peli romanticona; de aquellos que opinan que la música para bailar apesta. 
Luego de que Mirko durante cinco minutos eternos intentara relacionar la jaula de hierro de Weber con no sé qué poronga del Funcionalismo, la respuesta del ilustrado profe fue categórica:
—No, no tiene nada que ver.

Funcionalismo: casi lo único que vimos con el tipo este. Y claro, no es extraño teniendo en cuenta lo que él mismo se encargó de aclarar en la primera clase:
—Soy el que escribió el libro más importante sobre Funcionalismo en América Latina.

Otra de las frases que se mandó aquella vez:
—Diez es una Fuerza Superior, si existiese —claro, nos quiere decir que es agnóstico—; nueve, el titular de cátedra —cuidando el laburito que le dicen… —; ocho, soy yo —humildad ante todo—. Lo máximo que se pueden sacar es siete.

En una clase, un alumno se quejó por la cantidad de material que había que leer de una semana a otra. El humilde catedrático entonces contestó:
—En la universidad de Berlín leen siete libros por materia. Nosotros sólo les damos fragmentos de libros, así que no lloren nenas.

Y si hablamos de su obsesión por Berlín, recuerdo la ocasión donde hizo una pregunta bastante curiosa:
—¿Cuántos saben alemán acá?
El curso no contestó.
—¿Nadie? ¡Increíble! Esto lo podría explicar mejor en alemán… 

Daba la materia los viernes. A las 17, a las 19 y a las 21. Mejor dicho: a las 17.15, a las 19.15, y a las 21.15, porque otra de sus particularidades era ir a tomar bebidas alcohólicas al barcito de al lado y llegar un cachitín tarde. A mí me tocaba  la clase de las 19… y 15. 

En el primer parcial me saqué 5 (cinco). Era una materia promocionable. Para no tener que ir a Final necesitaba un 8 (ocho), un maldito e imposible 8 (ocho). Se promocionaba con 7 (siete), con un maldito y jodido 7 (siete).

Para el segundo examen me estudié la vida, me estudié. Como de costumbre, fui puntual el día del parcial. Llegué a las 19 clavadas. Algo tenso pero seguro porque sabía que sabía. Se hicieron las 19.15 y el profe no llegaba. Hasta ahí, normal. Pero se hicieron las 19.30.
¿Qué hacíamos mientras? Con Luciano seguro que hablábamos de River-Boca —él era de Boca—, o de Charly, o de Fito, o de algún otro solista o banda de rock argento. Cada tanto, Mirko nos enriquecía con sus conocimientos sobre nazismo y alrededores. 
El profe llegó a las 19 y cuarenta y algo. Dictó dos preguntas interminables y ahora ¡a ponerse a escribir, mis valientes! 
La mayoría entregó sus escasas hojitas en media hora. Yo no. “Imposible terminar ahora”, pensaba, mientras no paraba de escribir. Estaba convencido de que merecía más que 8 (ocho). 
Eran casi las nueve de la noche y, aparte de mí, sólo quedaban “Los dos 7 (siete) del curso”: dos chicas amigas que se sentaban adelante. Mirko y Luciano se habían marchado hacía rato.
Cuando las chicas entregaron sus parciales eran ya las nueve de la noche en punto.
El profe me miró y ordenó:
—Entregá. Tenés que entregar, ya es la hora.
Contesté:
—Disculpame pero llegaste a las ocho menos cuarto y yo puedo seguir escribiendo. 
—No, te equivocás —replicó—. Terminó la hora y entregame las hojas porque me voy. 
—Usted siempre llega a las diecinueve y quince. Y hoy…
—No importa, todos terminaron y tengo que dar un parcial a las veintiuna en otra aula. 
—Querrás decir a las veintiuna y cuarenta.
—Me fui. —Agarró los parciales, los metió en su maletín y dio media vuelta.
—Vos sabés que estás equivocado —le dije, mientras trataba de terminar una enorme y complicada oración. 
—Perdiste tu oportunidad —aulló él, ya dándome la espalda. 
Me levanté y le entregué seis hojas.
Tomó mi parcial, me observó y salió del aula. Con su joroba, con su grasa, con sus anteojos gigantescos, con su pelo cola de caballo. Con sus granos y su soberbia. 

**

El día de la entrega de parciales y notas. Día crucial.

Mirko y Luciano ya sabían que iban a Final. Para ellos, todo bien, la vida les sonreía y a otra cosa mariposa; resignación y seguridad. Yo mantenía la esperanza de promocionar.
—Mereb, nota: 7 (siete). Promedio: 6 (seis). Va a Final.

Cuando terminó de entregar parciales y enunciar notas, me apronté hacia él, le mostré el mío y le exigí:
—Explíqueme bien por qué me saqué un siete.
—¿Cuánto te querías sacar?
—¡Un ocho!
—Je.
—¡Tengo derecho, che!
—A ver…  —Miró fijo la hoja y soltó—: ¿Vos sos el de esta letra? ¡Qué letra horrible!
—¿Qué tiene que ver? 
—¿Qué querés que te explique? Ya está, te sacaste un siete, muy buen parcial y encima te quejás.
—Por qué me sacaste tres puntos si mi parcial fue excelente considerando que tuve sólo una hora y pocos minutos más para hacerlo. 
—¡Ah! ¿Vos sos el que me entregaste último la otra vez? ¡Ahora creo que recuerdo! ¡Odio a esa clase de gente!
—Y yo odio a profesores fascistas como vos.
En ese momento di un paso al frente y estuve tan cerca de él que pude sentir su aliento a todo. Lucianito —el colosal Lucianito— me abrazó desde atrás y me propuso al oído:
—¿Por qué no vamos a ver a Sui Generis? No tiene sentido, es un boludo, no vas a conseguir nada.
Ese día tocaban Charly, Nito y la banda de Charly, en la Bombonera.
Luciano tenía su entrada para el concierto, yo no. Volamos hacia un local donde vendían las entradas y justo había cerrado. Me la jugué, dejé mi mochila en lo de Luciano y partimos hacia la cancha de Boca. En las afueras del estadio, un hombre revendía una entrada de campo a $20 y se la compré (a Luciano le había costado $28 una de ese mismo sector).
Entramos. Aquella noche a Charly se le antojó tocar unas cuatro horas. Qué alucinante que estuvo.

**

Me presenté al primer llamado. 
Había estudiado todos los textos, quería sacarme de encima la materia. Me había preparado como nunca. ¡Vamos, todavía, la puta que los parió!
Como siempre, muchísima gente para dar el Final. La espera se me hizo interminable.

Me tocó un hombre joven. Lo único bueno fue que no se trataba del jorobado cola de caballo, el alcohol con peluca, el gordito dos puntos debajo de Dios. 
Empecé con el primer tema. Ponele que fue “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica”. A raíz de aquel texto, el profe de turno deseó que le comente cierta data acerca de su autor: Walter Benjamin. Le narré lo que sabía y dedujo:
—Mmm… No sabés mucho sobre el autor. Verás, es importantísimo saber la biografía de cada autor de los textos que estudiás.
—Está bien, pero eso no está en el programa —intenté defenderme. Y no hice más que embarrar la cancha.
—Bueno, pero el espíritu de la materia (…bla bla bla…). En esta cátedra promovemos (…bla bla bla…). Por todo eso es fundamental conocer la vida de cada autor.
Me preguntó sobre otros dos textos y lógicamente sobre la vida de sus respectivos autores. O sea, me desaprobó. Me puso un 2 (dos) —otro más para mi colección—. Me tomó de punto, me agarró la mano, supo enseguida por dónde atacarme.

Como sí o sí quería aprobar urgente esta materia del orto, me presenté de nuevo tres meses después…

**

Me tomó el Final una mujer de unos cuarenta y tantos.
Esta vez me había estudiado todo. Pero “todo” es “TODO”. Es decir, a los textos estudiados en el primer Final, les agregué saberme la vida de todos sus autores. Pero “de todos” es “DE TODOS”. Con una inigualable seguridad me presente a este, el segundo llamado.
La mina me sugirió que comience por donde se me cante. Seguramente elegí “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” porque soy más terco que cabulero. Junto con el texto, iba mechando pequeñas grageas referidas a la vida del autor en cuestión. Luego, otro texto; y luego otro. Una pinturita: texto y vida del autor, todo en uno. Al oral este habría que ponerle un moñito, habría. Terminé, la mina me miró y muy campante me lanzó su parecer:
—Está bien. Está muy bien. Sabés. Sabés bastante, pero… cuando hablás de los autores… Mirá… la verdad es que no conozco la vida de cada autor y no tengo por qué conocerla, eso no lo pedimos en el programa. Por lo tanto… no sé realmente si es que me lo decís porque lo sabés o porque es puro blablá para aprobar. Igual, un 6 (seis). ¡Bien, Pablo!
Me fui aliviado por haber logrado el objetivo pero pensando que algo… algo andaba mal en esa cátedra.

**


Un año después llegó Comunicación II. En la primera clase del Teórico, el titular de cátedra empleó gran parte de las dos horas para bardear Todo a pulmón de Alejando Lerner.

Música estratosférica


                                                                                   
Y al partir sentirás una brisa inmensa de libertad
Maribel se durmió (autor: Luis Alberto Spinetta), Spinetta Jade

El viernes 4 de diciembre de 2009 volvía del laburo a mi depto de Once ubicado en planta baja. La canilla de la bañadera seguía perdiendo. Llamé al encargado del edificio y le comenté el problema. Me contestó que recién al otro día iba a poder pasar por mi depto —que estaba pegado al suyo—. Ni siquiera quiso echarle una miradita para ver si se trataba de una pavada. La canilla de la bañadera largaba un chorrito insoportable y no tardó en sumarse la de la cocina. Primer gran concierto del día. Mis penurias no acababan ahí. La vecina de enfrente —que cuando prendía un sahumerio o me lanzaba desodorante barato en las axilas salía al pasillo y tiraba desodorante de ambientes—, se puso a gritar en forma demencial, aunque esta vez no alcancé a distinguir a quiénes dirigía tales improperios (su frase de cabecera: “¡Callensé, negros de mierda!”).
Llave de paso falseada y yo pensé que mi morada, por una vez y para siempre, iba a ser absorbida por una dimensión paralela. Encima estaba fresco el recuerdo de la última inundación gracias a todos esos años de gente que confundía su inodoro con un tacho de basura y arrojaba trapos viejos, alambres, maderitas y/o toallitas femeninas. Y así, el depto se había convertido en un océano repleto de soretes y toallitas que bailaban al son de las puteadas de mi vecina. Gritos enfermos y agua cayendo y cayendo. ¡Ma sí, hermano, me voy a la mierda! Hinchado los huevos decidí salir a caminar, tipo siete y pico de la tarde, por los oscuros recovecos del Once.
Enseguida regresó a mi cerebro algo que había estado allí de a ratos en la semana. ¡Hoy toca el flaco, monos! No había sacado entrada pero tenía el presentimiento de que no se habían vendido todas.
Llegué a la estación de trenes. Debía ir hasta la parada de Liniers porque la cita era en Vélez. Por una cuestión totalmente objetiva titulada “Lo que gano laburando no me alcanza para vivir”, lo medité un ratito.
Tomé valor y, ya arriba del tren, un tipo se me acercó y comenzó a parlotear. Al principio me daba la impresión que deliraba y me puso bastante incómodo. Íbamos parados porque el tren estaba a full y el chambón vomitaba todas sus merqueadas sentencias mirándome. “¿Por qué todos los loquitos del orto se me pegan?”. Hombre de bronceado exagerado, pelo largo con rulos, remera blanca ajustada a su musculoso cuerpo, metro ochenta y pico de estatura. Cada vez que el tipo arremetía con alguna de sus inconexas teorías me preguntaba, mirándome fijo: “¿No es cierto? ¿No tengo razón?”.
Yo asentía con la cabeza y rogaba para que se alejase de inmediato. En un momento como que empezó a tirar cosas que tenían un hilo, un principio-nudo-fin, aunque eran barbaridades. Con un candado le había roto la cabeza a un menor que, según él, le quiso afanar. “Claro, él me quiso afanar pero le pagan la operación en el cráneo; y yo, para colmo, me gasto cinco mil pesos en abogados. ¿Nadie se da cuenta de que hay que matarlos a todos? Yo fui un buen soldado, lo hice por una causa justa. ¿No es cierto? ¿No tengo razón? ¡Qué bien gobierna el país esta putita!, ¿no? ¡Negros de mierda! ¡Hay que matarlos a todos!”. El hombre me respiraba en la jeta; yo asentía, y de vez en cuando mandaba algún “sí”, como para reafirmar mi supuesta postura a su favor. Él seguía con sus epítetos racistas y con un movimiento pareció querer tocarme la pancita; reaccioné, moví mi cuerpo hacia atrás y el tipo exclamó: “¡Me encantaría tener tu pancita!”.
Por dentro estaba nervioso, cerraba los ojos y trataba de calmarme. El sujeto se estaba poniendo demasiado denso. En eso, logré salirme de su perturbado universo y escuché a unos chicos hablando a mi lado; su conversación giraba en torno a Spinetta, deduje que irían al recital y en mi cabeza programé seguirlos cuando llegáramos a Liniers.
El amigo mal bronceado volvió con todo a mi mundo y me preguntó dónde quedaba ni recuerdo qué localidad, que cuánto faltaba para llegar; le señalé el cartel donde estaba el recorrido, ese que ponen justo arriba de la puerta. “Bueno, gordi, pero no sé leer ese cartel”, soltó el desquiciado de pelo enrulado largo. “Es fácil, muestra las paradas. Ahora estamos en Flores y ahí figura esta parada, ¿no ves?”, le expliqué indignado. Se quedó mirando el cartel como si estuviera frente a jeroglíficos extraterrestres y no jodió más.
En Liniers bajé y seguí a los pibes spinetteanos. Llegué a las afueras de Vélez y di unas cuantas vueltas hasta que alguien me explicó dónde quedaban las boleterías. Para la próxima vez ya sé: prohibido preguntar a canas viejos, pelados, y con un superpancho en la mano, dónde están las boleterías; estos te pueden demorar demasiado la cosa.
Poca gente haciendo cola en las boleterías; llegado mi turno, ¡conseguí entrada! Me acomodé en el lugar de la platea baja que me correspondía y la cancha se llenó bastante rápido. A mi izquierda se sentó una fan total de Luis Alberto. A mi derecha se acercó un grupo de pibes con camisita y corbata, recién saliditos del laburo; por lo que escuché de sus conversaciones, no conocían mucho la música del Flaco.
El show empezó a las veintiuna y cincuenta y cinco, y finalizó a las tres y veinticinco. El anfitrión de la noche tocó cincuenta y un temas, y por el escenario desfilaron varias de las más grandes figuras del rock local.
Antes de cada tema, Spinetta presentaba a un nuevo músico. Y a cada uno le regalaba un particular elogio, que llevaba su inconfundible sello. Para uno de sus primeros invitados la introducción fue: “Un músico estratosférico, ídolo en Japón; ¡el Mono Fontana con todos ustedes!”.
Eran tantos los invitados que hasta el mismo Flaco se quedó sin palabras para presentarlos. De un momento a otro empezó a repetirse y a todos los anunciaba como “genios”. “Y el que viene ahora es un genio de genios… ¡Rapoport!”. Así, al vigésimo invitado decía: “Y ahora voy a presentar a un…”, y el público completaba la frase con un estruendoso: “¡¡¡GENIOOOOOO!!!”.
Fito Páez se llevó la primera gran ovación de la noche. Más tarde, Gustavo Cerati tuvo la suya. A Juanse, un reducido grupo lo recibió con un: “Pomeeelo, Pomeeelo” (por el parecido físico al personaje Pomelo, un rockero reventado, interpretado por el actor Diego Capusotto en el programa de televisión Peter Capusotto y sus videos), pero el estadio cayó rendido con su versión del tema de Pappo Adónde está la libertad. De cualquier modo, en cuanto a invitados, la mayor ovación de la noche fue para, cuándo no, Charly García. Allí estaban, una vez más, los únicos dos locos del rock argento (después hay unos cuantos neuróticos, pero locos hay dos). Cantaron Rezo por vos y así se cerró la primera mitad del recital. Había desfilado bocha de gente increíble, entre ellos, varios de los tecladistas que tocaron en Spinetta Jade.
La segunda parte se centraría en sus bandas Invisible, Pescado Rabioso y Almendra. A esa altura, la spinetteana que tenía al lado estaba llorando de la emoción, muchas parejitas también; y había unos cuantos con los ojos bien abiertos, como hipnotizados por una magia única. Los chicos de camisa y corbata que se sentaban a mi derecha, aburridos, duraron hasta Pescado Rabioso. Uno de ellos, antes de partir, exclamó indignado: “Es el tercer recital de Spinetta que abandono, loco”. Yo me pregunté: “¿Y por qué mierda seguirás viniendo a sus recitales, hermano?”.
Invisible fue la banda que mejor sonó en toda la velada según mi modesto entender. Perfecta, sin fisuras, parecía que habían estado toda la vida tocando juntos. Pescado Rabioso fue la más festejada, la que más hizo bailar a todo el estadio, la más potente, la más rockera. David Lebón, en esta oportunidad, se había hecho cargo de la primera guitarra; no como en la época de Pescado, donde tocaba el bajo. Cuánto rock, maaamita. Almendra le siguió y logró el momento más emotivo; sus cuatro integrantes viejos, gordos, barbudos, pelados y tocando en forma excepcional; si hasta hicieron Muchacha ojos de papel, tema que Luis Alberto no toca nunca; “la toco porque me lo pidió mi mamá”, se excusó.
Ese no fue el fin. Hubo tiempo para presentar a Ricardo Mollo. “Es de esa gente que uno quiere con caca y todo”, al decir del Flaco. Tocaron 8 de octubre y todos los músicos se pusieron la remera de “Conduciendo a conciencia”, ONG que busca concientizar sobre la educación vial para disminuir los accidentes de tránsito (una de las causas de muerte más importantes en nuestro país).
El histórico concierto terminó con él y su banda de 2009 tocando una excelsa tripleta de clásicos: Seguir viviendo sin tu amor, No te alejes tanto de mí y Yo quiero ver un tren.
Salí de Vélez y me dispuse a esperar el colectivo de la línea 2. Como había un montón de personas antes que yo, entré a caminar y caminar. Grave error.
Cuando hay recitales y levantan mucha gente en esa parada, los bondis no vuelven a parar hasta que se baja alguien. Y ni pensar en taxis a esa hora; por la infinita avenida Rivadavia no pasaban o pasaban ocupados.
Ese día también tocó AC/DC en River (“¿Se están durmiendo? ¡Si quieren saltar vayan a River a ver a AC/DC, loco! ¡No! Es un chiste, ¿eh? ¡AC/DC es una nave!”, sentenció el Flaco en un tramo del recital donde hubo una seguidilla de temas tranquis); no debía haber un puto taxi libre en toda la ciudad.
Caminé tanto, pasó tanto tiempo, que por fin encontré uno vacío (bah, vacío no; con conductor, por suerte). No me costó el sueldo entero; no quedaba mucha distancia hasta mi hogar. Me tiré en la camucha y ya eran más de las seis. Igual no dormí, me mantuve acostado sin poder cerrar los ojos hasta que la alarma silbó las ocho.
Me duché, me cambié y fui a la receptoría de avisos clasificados que atendía. Dos cuadras me separaban del objetivo. Tomé café, en las tres horas y media no pasó nadie, cerré el local y me fui a jugar fútbol con amigos. Disputé el peor partido de mi vida. Y eso es mucho decir. Lo mío venía siendo patético desde hacía un lustro y monedas. Ya no quedaban ni residuos de aquel recio defensa.

Volví al depto y allí reparé en el hecho de que las canillas ya no perdían. Además, no había gritos de la vecina. “Así debía ser el paraíso”, pensé. ¿Milagro? ¿Embrujo? ¿Magia? Lo cierto es que durante cinco horas y media estuve en un recital que se pasó de bueno, que resultó mucho más de lo esperado, donde fui a pedir mis gustos favoritos y me dieron unos mucho mejores que ni conocía. Me encantó. Se rezarpó. Fue demasiado.


Beethoven



Sos la del naufragio,
que es la mejor de Subiela.
Mi Francisca de Favio.
La lluvia de Campanella

Sos Rasguña las piedras.
Eiti Leda y Bubulina.
Sos Canción para mi muerte.
Sos Adela y Peperina.

Un alfajor Havanna.
Una Eco de los Andes.
En la radio sos Fontana.
Y en la tele el supermartes.

Una birome Bic.
Una lapicera Parker.
Una casa con jardín.
Un depto con losa radiante.

Un lamento arrabalero.
Una canción de protesta.
Los carnavales de Boedo.
Y en Mendoza una siesta.

O La Espada del Augurio.
Y la acústica del Colón.
El sambayón de Vesuvio.
Y de Agresti El acto en cuestión.

Sos el cómic Eternauta.
La Playboy de la Callejón.
Don Quijote de la Mancha.
Y en la selva el rey león.

De Cortázar los cronopios.
La trilogía de Kieslowski.
O Ficciones de Borges.
Los poemas de Bukowski.

De la Walsh sos Manuelita.
De la Shua, La Sueñera.
De Elsa Bornemann, ¡Socorro!
De las frutas una pera.

El David de Miguel Ángel.
Nessun dorma de Puccini.
La valentía de Fangio.
La prestancia de Bochini.

Sos Aullido de Allen Ginsberg.
O el camino de Kerouak.
La gambeta del Burrito.
O un pase de Zidane.

La conjura de los necios.
O una de Tarantino.
Una baja en los precios.
Y el mejor proverbio chino.

Y la espalda de Araceli.
O las piernas de Sofía.
La mirada de Meg Ryan.
Y las tetas de Thalía.

O los rulos de Shakira.
Los tobillos de Serena.
Las pestañas de La Taylor.
Y las pastas de mi abuela.

Lakers y San Antonio.
Real Madrid y Barcelona.
El CASI versus el SIC.
Las holandesas con Las Leonas.

Un tropiezo de Sir Chaplin.
La épica de Rocky Balboa.
Un monólogo de Shakespeare.
En un día hiciste Roma.

El conejo de la suerte.
Y de golpe cantar ¡bingo!
Como esquivar a la muerte.
John, Paul, George y Ringo.

Los ciento un dálmatas.
Las mil y una noches.
Los doce dioses del Olimpo.
Y toda la mar en coche.

Me agarrás a contrapierna
como lo hacía el gran Mac.
Tan feroz como aquel saque
de Ivanisevic, mortal.

Nik se copió de Quino.
Y Quino se copió de vos.
Vos inventaste a Spinetta.
Y Spinetta inventó el amor.

Mil hermanos se han unido
porque esa es la ley primera.
Y en la segunda se enamoraron
al verte en la primavera.

¿Cómo nadie aún comprende
lo que me gusta esa morena?
Su sonrisa es la octava maravilla.
Y su culo la novena.






Dos palmaditas




 Punta Alta (provincia de Buenos Aires, República Argentina). Casa de mis abuelos maternos. Los nonos. La casa enorme de siempre. Esa con patio largo hasta allá, el fondo, re lejos. Con gallinas, muchas antes, pocas después, ninguna hoy. Con plantas de todo tipo. Con un enano guardián que vigila el jardín sin movérsele siquiera una pestaña cual granadero del palacio. Con aire demasiado puro.
Estábamos en el living, rodeando a esa mesa eterna. El crucifijo extra large ahí colgado, solitario, en la blanca pared. Los almanaques en flamante italiano. Dos largos palos acostados, colocados en paralelo, distanciados por pocos centímetros, sostenidos por el respaldo de dos sillas, una en cada punta de ambos palos. Las pastas colgando de esos palos. Pastas que en minutos se convertirán en “Las pastas de la nona”, el manjar más delicioso de todos los tiempos.
Parada a un costado, Dely; la segunda hija de los nonos, con su primogénita Leti, primita tres meses más grande que yo. Leti llora y llora, pero en los brazos de su madre parece por fin calmarse de a poco. Es ahí cuando la tía decide pasarle su hija a la primogénita de los nonos; mi vieja, Yana.
Yo estoy sentado en una punta de la eterna mesa rectangular. En la otra punta, el centro de atención: el nono. Cuenta que te cuenta vaya a saber qué anécdota. Tal vez sobre la guerra, tal vez sobre sus comienzos en Argentina, tal vez sobre algo que le pasó el día anterior. Quién sabe. Soy muy pendejo para entender.
A Leti se le caen las últimas lagrimitas. Yo la miro con cara de “no llores, Leti, no llores”, pero no me animo a decírselo por miedo a que me carguen los mayores.
El tío Dany escucha al nono, atento en un rincón, cerca de la puerta que da al patio. En sus manos tiene una revista con muchas letras, que ni idea de qué tratará. El tío Dany es el menor de los hijos de los nonos. Mi vieja le lleva diecisiete añitos. El tío Dany nos lleva sólo ocho añitos a Leti y a mí. Con el tío Dany es con quien más jugamos Leti y yo. Es el que más nos entiende.
La nona hace su eléctrica aparición. Corre, se frena, prepara algo, va de aquí para allá. Vuela. La súper nona se la pasa haciendo cosas. Se debe cansar, pobre. Será por eso que duerme siempre la siesta y sus ojitos se le cierran en forma automática a las diez de la noche. Hasta yo te duro despierto media horita más. Pero, claro, yo no hago tantas cosas durante el día.
José, el tercero de los hijos de los nonos, escucha muy serio a su papá. José es mi padrino y por lo tanto mi preferido. A José lo respeto mucho y cada vez que abre la boca tomo nota. José es grandote y cabezón. Yo soy sólo cabezón. Quizá de grande logre ser grandote. Ojalá.
Mi hermanito menor Martín y mi primita Silvi, hermanita menor de Leti, duermen en una de las piezas. Mi tío Miguel, esposo de Dely, le comenta algo a mi viejo Alfonso, que se encuentra cerca de José.
De pronto, Juan irrumpe en la escena. El tío Juan, el cuarto hijo de los nonos, abre de golpe la puerta que da al patio y hace como que asusta al tío Dany. Al toque tira un chiste que no logro entender y todos los grandes se mueren de la risa. Juan siempre hace reír a todos con chistes que a veces entiendo y otras veces no. Cuando sea grande quiero hacer reír a todos como lo hace el tío Juan. Y también quiero entender todos sus chistes.
La nona le pone los puntos a Juan, que al parecer ya se pasó de rosca. Le pide que pare un poquito y haga unas compras. Juan le advierte que no queda tanto papel como para anotar tantas compras que hay que hacer. José sale disparado del living y enseguida vuelve con el papel higiénico en la mano. Se lo da a Juan y creo que le dice algo así como “escribí acá, andá a hacer las compras y dejate de joder”. Yo me cago de risa por la ocurrencia de mi padrino y la miro a Leti, que continúa en brazos de mi vieja. Leti sonríe por primera vez en el día.
La nona se agarra la cabeza, le da a Juan una birome y un papel blanco gigante, y le dicta todo lo que se necesita para que vaya y lo compre. Yo todavía me río. El nono hace un comentario sobre mi risa y todos estallan en carcajadas. Juan se va a hacer las compras cantando en algo que parece italiano y eso provoca que me ría cada vez más. No, no puedo parar de reír. ¡No puedo! ¡Hasta empecé a toser! Mi vieja me pide que pare un poquito, que ya está. Obedezco como puedo. El nono, retomando la anécdota que venía contando, vuelve a ser el centro de atención. Algún día alguien me relatará todas estas historias que el nono siempre cuenta, ¡deben estar buenísimas!
La nona pasa cerca de mí, me da dos suaves palmaditas en la cabeza y, en simultáneo, me regala una sonrisa, pequeña, sutil, como sabia.
“Ay, Pablito, Pablito”, me dice, y yo sonrío al recibir su mimo. A continuación, disparada cual súper nona, se desplaza en forma veloz hacia otra parte de la casa, en busca de vaya uno a saber qué.