martes, 19 de noviembre de 2013

De cómo aprobar Comunicación I




La primera vez que cursé Comunicación I no me fue muy bien que digamos, ¡Me fue pésimo! O pésimo capaz es la gloria al lado de lo que viví.
Fue la materia cuyo promedio resultó el más bajo de todo mi historial como estudiante. Un 2 (dos) en el primer parcial y otro 2 (dos) en el segundo. Conclusión: ¡¡¡a recursarla!!!

**

Algunos años después, la enfrenté de nuevo. Veamos qué onda, viejo zorro. Intentémoslo otra vez, amigo. Mis compañeros principales en esta aventura fueron Lucianito —con quien compartíamos el fanatismo por Charly García— y Mirko. 
Mirko era descendiente de eslavos. En una oportunidad fuimos con Luciano a estudiar a su hogar en Ciudad Evita. Era grande la casa. Estudiamos en su cuarto, con música de Mozart a máximo volumen. Para ir al baño había que cruzar todo un patio y llegar a otro de sus tantos ambientes. 
En un parate del estudio, tuve ganas de hacer pis, caminé por el patio, entré a la habitación que desembocaba en el ñoba y vi que un viejo de barba albina, con tirantes rojos, tocaba parado y alegre el acordeón, mientras unos tres niños bailaban exultantes. Ahí pensé que la combinación de Mozart con Coca Cola me había pegado mal. Por lo demás, hice pis y todo bien.
Lo más copado de tener a Mirko de compañero era lo siguiente: en ab-so-lu-ta-men-te to-das las ma-te-rias que lo tuve de compañero le hizo al profe de turno la siguiente pregunta:
—¿Esto no se relaciona de alguna manera con la jaula de hierro de Weber?
(Y luego seguía una perorata interminable que intentaba “de alguna manera” relacionar la jaula de Weber con el tema que estábamos viendo ese día en esa materia.)
Esa misma pregunta formuló Mirko en Comunicación I, cuando la recursé. ¿El profe? Probablemente el más odioso de todos los que tuve en la carrera. Uno de esos que se ponen en pose onda “estoy de vuelta de todo, flaquito”; de esos que te van a llevar la contra porque sí, para hacerse el genio loco que sabe más que vos; de esos que jamás vieron el programa que dieron anoche en la televisión vernácula; de los que no se emocionan ni a palos con el fútbol ni con ningún otro deporte; de los que jamás te van a mirar una peli romanticona; de aquellos que opinan que la música para bailar apesta. 
Luego de que Mirko durante cinco minutos eternos intentara relacionar la jaula de hierro de Weber con no sé qué poronga del Funcionalismo, la respuesta del ilustrado profe fue categórica:
—No, no tiene nada que ver.

Funcionalismo: casi lo único que vimos con el tipo este. Y claro, no es extraño teniendo en cuenta lo que él mismo se encargó de aclarar en la primera clase:
—Soy el que escribió el libro más importante sobre Funcionalismo en América Latina.

Otra de las frases que se mandó aquella vez:
—Diez es una Fuerza Superior, si existiese —claro, nos quiere decir que es agnóstico—; nueve, el titular de cátedra —cuidando el laburito que le dicen… —; ocho, soy yo —humildad ante todo—. Lo máximo que se pueden sacar es siete.

En una clase, un alumno se quejó por la cantidad de material que había que leer de una semana a otra. El humilde catedrático entonces contestó:
—En la universidad de Berlín leen siete libros por materia. Nosotros sólo les damos fragmentos de libros, así que no lloren nenas.

Y si hablamos de su obsesión por Berlín, recuerdo la ocasión donde hizo una pregunta bastante curiosa:
—¿Cuántos saben alemán acá?
El curso no contestó.
—¿Nadie? ¡Increíble! Esto lo podría explicar mejor en alemán… 

Daba la materia los viernes. A las 17, a las 19 y a las 21. Mejor dicho: a las 17.15, a las 19.15, y a las 21.15, porque otra de sus particularidades era ir a tomar bebidas alcohólicas al barcito de al lado y llegar un cachitín tarde. A mí me tocaba  la clase de las 19… y 15. 

En el primer parcial me saqué 5 (cinco). Era una materia promocionable. Para no tener que ir a Final necesitaba un 8 (ocho), un maldito e imposible 8 (ocho). Se promocionaba con 7 (siete), con un maldito y jodido 7 (siete).

Para el segundo examen me estudié la vida, me estudié. Como de costumbre, fui puntual el día del parcial. Llegué a las 19 clavadas. Algo tenso pero seguro porque sabía que sabía. Se hicieron las 19.15 y el profe no llegaba. Hasta ahí, normal. Pero se hicieron las 19.30.
¿Qué hacíamos mientras? Con Luciano seguro que hablábamos de River-Boca —él era de Boca—, o de Charly, o de Fito, o de algún otro solista o banda de rock argento. Cada tanto, Mirko nos enriquecía con sus conocimientos sobre nazismo y alrededores. 
El profe llegó a las 19 y cuarenta y algo. Dictó dos preguntas interminables y ahora ¡a ponerse a escribir, mis valientes! 
La mayoría entregó sus escasas hojitas en media hora. Yo no. “Imposible terminar ahora”, pensaba, mientras no paraba de escribir. Estaba convencido de que merecía más que 8 (ocho). 
Eran casi las nueve de la noche y, aparte de mí, sólo quedaban “Los dos 7 (siete) del curso”: dos chicas amigas que se sentaban adelante. Mirko y Luciano se habían marchado hacía rato.
Cuando las chicas entregaron sus parciales eran ya las nueve de la noche en punto.
El profe me miró y ordenó:
—Entregá. Tenés que entregar, ya es la hora.
Contesté:
—Disculpame pero llegaste a las ocho menos cuarto y yo puedo seguir escribiendo. 
—No, te equivocás —replicó—. Terminó la hora y entregame las hojas porque me voy. 
—Usted siempre llega a las diecinueve y quince. Y hoy…
—No importa, todos terminaron y tengo que dar un parcial a las veintiuna en otra aula. 
—Querrás decir a las veintiuna y cuarenta.
—Me fui. —Agarró los parciales, los metió en su maletín y dio media vuelta.
—Vos sabés que estás equivocado —le dije, mientras trataba de terminar una enorme y complicada oración. 
—Perdiste tu oportunidad —aulló él, ya dándome la espalda. 
Me levanté y le entregué seis hojas.
Tomó mi parcial, me observó y salió del aula. Con su joroba, con su grasa, con sus anteojos gigantescos, con su pelo cola de caballo. Con sus granos y su soberbia. 

**

El día de la entrega de parciales y notas. Día crucial.

Mirko y Luciano ya sabían que iban a Final. Para ellos, todo bien, la vida les sonreía y a otra cosa mariposa; resignación y seguridad. Yo mantenía la esperanza de promocionar.
—Mereb, nota: 7 (siete). Promedio: 6 (seis). Va a Final.

Cuando terminó de entregar parciales y enunciar notas, me apronté hacia él, le mostré el mío y le exigí:
—Explíqueme bien por qué me saqué un siete.
—¿Cuánto te querías sacar?
—¡Un ocho!
—Je.
—¡Tengo derecho, che!
—A ver…  —Miró fijo la hoja y soltó—: ¿Vos sos el de esta letra? ¡Qué letra horrible!
—¿Qué tiene que ver? 
—¿Qué querés que te explique? Ya está, te sacaste un siete, muy buen parcial y encima te quejás.
—Por qué me sacaste tres puntos si mi parcial fue excelente considerando que tuve sólo una hora y pocos minutos más para hacerlo. 
—¡Ah! ¿Vos sos el que me entregaste último la otra vez? ¡Ahora creo que recuerdo! ¡Odio a esa clase de gente!
—Y yo odio a profesores fascistas como vos.
En ese momento di un paso al frente y estuve tan cerca de él que pude sentir su aliento a todo. Lucianito —el colosal Lucianito— me abrazó desde atrás y me propuso al oído:
—¿Por qué no vamos a ver a Sui Generis? No tiene sentido, es un boludo, no vas a conseguir nada.
Ese día tocaban Charly, Nito y la banda de Charly, en la Bombonera.
Luciano tenía su entrada para el concierto, yo no. Volamos hacia un local donde vendían las entradas y justo había cerrado. Me la jugué, dejé mi mochila en lo de Luciano y partimos hacia la cancha de Boca. En las afueras del estadio, un hombre revendía una entrada de campo a $20 y se la compré (a Luciano le había costado $28 una de ese mismo sector).
Entramos. Aquella noche a Charly se le antojó tocar unas cuatro horas. Qué alucinante que estuvo.

**

Me presenté al primer llamado. 
Había estudiado todos los textos, quería sacarme de encima la materia. Me había preparado como nunca. ¡Vamos, todavía, la puta que los parió!
Como siempre, muchísima gente para dar el Final. La espera se me hizo interminable.

Me tocó un hombre joven. Lo único bueno fue que no se trataba del jorobado cola de caballo, el alcohol con peluca, el gordito dos puntos debajo de Dios. 
Empecé con el primer tema. Ponele que fue “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica”. A raíz de aquel texto, el profe de turno deseó que le comente cierta data acerca de su autor: Walter Benjamin. Le narré lo que sabía y dedujo:
—Mmm… No sabés mucho sobre el autor. Verás, es importantísimo saber la biografía de cada autor de los textos que estudiás.
—Está bien, pero eso no está en el programa —intenté defenderme. Y no hice más que embarrar la cancha.
—Bueno, pero el espíritu de la materia (…bla bla bla…). En esta cátedra promovemos (…bla bla bla…). Por todo eso es fundamental conocer la vida de cada autor.
Me preguntó sobre otros dos textos y lógicamente sobre la vida de sus respectivos autores. O sea, me desaprobó. Me puso un 2 (dos) —otro más para mi colección—. Me tomó de punto, me agarró la mano, supo enseguida por dónde atacarme.

Como sí o sí quería aprobar urgente esta materia del orto, me presenté de nuevo tres meses después…

**

Me tomó el Final una mujer de unos cuarenta y tantos.
Esta vez me había estudiado todo. Pero “todo” es “TODO”. Es decir, a los textos estudiados en el primer Final, les agregué saberme la vida de todos sus autores. Pero “de todos” es “DE TODOS”. Con una inigualable seguridad me presente a este, el segundo llamado.
La mina me sugirió que comience por donde se me cante. Seguramente elegí “La obra de arte en la época de la reproductibilidad técnica” porque soy más terco que cabulero. Junto con el texto, iba mechando pequeñas grageas referidas a la vida del autor en cuestión. Luego, otro texto; y luego otro. Una pinturita: texto y vida del autor, todo en uno. Al oral este habría que ponerle un moñito, habría. Terminé, la mina me miró y muy campante me lanzó su parecer:
—Está bien. Está muy bien. Sabés. Sabés bastante, pero… cuando hablás de los autores… Mirá… la verdad es que no conozco la vida de cada autor y no tengo por qué conocerla, eso no lo pedimos en el programa. Por lo tanto… no sé realmente si es que me lo decís porque lo sabés o porque es puro blablá para aprobar. Igual, un 6 (seis). ¡Bien, Pablo!
Me fui aliviado por haber logrado el objetivo pero pensando que algo… algo andaba mal en esa cátedra.

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Un año después llegó Comunicación II. En la primera clase del Teórico, el titular de cátedra empleó gran parte de las dos horas para bardear Todo a pulmón de Alejando Lerner.

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