viernes, 30 de diciembre de 2016

Prólogo (publicado en El mundo amaba a otras personas -Textos Intrusos [2015]-)



3 Camellos - El Monstruo


por Gustavo A. Sarmiento

Cuenta la historia que llega un tipo a su casa y
encuentra a su mujer encamada con su analista. El
marido recién arribado se pone como loco. Entonces
su psicólogo, aún en bolas sobre el colchón, sin dejar
de tocar a la mujer, le dice: “Tranquilo, Gómez. Esto
no es lo que usted piensa”. Y Gómez le responde: “Con
usted siempre lo mismo. Nunca nada es lo que yo
pienso”. El cuento, más allá de reflejar cierta vicisitud
privada y una tesis sobre la psicología hecha haiku,
muestra una particularidad muchas veces naturalizada,
pero no por eso menos importante: a menudo, los
reveses de la vida cotidiana vienen acompañados del
humor. El humor, entonces, es catalizador o cumple la
función-espejo de señalarnos lo agrio de la realidad que
tenemos enfrente; con el doble filo de la risa o el llanto,
más bien, todo es necesario. En el día a día, uno se
puede cruzar habitualmente con escenas así, tan irónicas
como ácidas. Tan amargas como adorables. Este libro
tiene la virtud de combinar ese cóctel en un mundo
literario de ficción, porque es ficción, pero bien se podría
encontrar a la vuelta de tu esquina, de tu pueblo, de tu
mundo, envuelto en otro envase, en otros dichos, en
otra esposa o en otro psicólogo; está ahí, aguardando
paciente en reposera, con malla y bronceador, la bomba
del fin del mundo.
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La segunda virtud es que se puede leer de manera
fluida, como un pentagrama de Los Beatles. Y a no
confundir fluidez con simpleza. Es mucho, pero mucho,
más difícil, escribir algo natural que algo que de tan
artificioso se hunde en la pesadez. Nadie nos obliga a
leer un libro. No hay nada más fácil que dejar de leer un
libro. Uno en el cine o en el teatro tiende a seguir la
obra aunque no le guste, y en esos casos intenta llegar
como sea a lo más próximo del final. Incluso con un
DVD viéndolo en la cama pasa algo parecido. Un libro,
en cambio, es él y vos, y si la relación no va, pasás a
otro, como un mal amante, hasta encontrar el libro que
te retenga, porque la lectura es un acto de seducción.
Las palabras seducen o generan indiferencia. He ahí la
virtud de quien escriba, el lector que se le aparece en
sueños con porte de fantasma todopoderoso. Y que el
azar contribuya también, con su buen porcentaje.
En esos próximos cuentos, que forman una novela
con hilos (a veces indivisibles, o invisibles, que no es lo
mismo) entrecruzando cada historia, todo pasa de una
rutina plácida o amarga al precipicio, del miedo o enojo
a la novedad que atrapa, como un acto de magia, en
giros tarkovskianos, pero de un Andrei que viva
cotidianamente en el barrio de Balvanera, ese gigante
que todo lo mira y todo lo consume.
Este libro logra esa fluidez porque interpreta un
lenguaje que está ahí vagando por la calle. Que puede
pasar de descripción a narración esotérica, donde ni el
propio autor termina de creer lo que está viendo, porque
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el autor es uno más en la escena. Está ahí, como otro
sujeto de la historia, contándonos lo que ve, e incluso
agregando comentarios como si estuviésemos al lado
suyo (lo que cualquiera de nosotros —le— diría). Todo
en modo-urbano. Porque la Ciudad aparece como inicio
de todo, y muchas veces como culpable de engendrar
esos personajes o esas situaciones. Entonces, como en
cualquier urbe o como en ninguna, surge la desilusión
tan fácil como la felicidad, el desamor, la búsqueda, el
temor a la muerte, lo frágil, el movimiento constante.
Aparecen los que dicen hacer milagros, la lluvia siempre
ahí detrás nuestro, los payasos que caen, los monstruos.
Y aquí me deposito dos segundos: el monstruo. El
monstruo de ser uno, en las hojas, el monstruo podés
ser vos, la ciudad, la televisión, la guerra o las bombas.
Los dueños de medios, los políticos. Porque el monstruo
habita en todos, como la ansiedad; el problema es
cuando uno lo despierta o no le pone el freno, y entonces
la ansiedad se vuelve trastorno, y el monstruo se vuelve
carne. El libro también tiene la virtud de mostrarnos
que el monstruo y la carne habitan en cada uno, y cada
uno habita con monstruos y con su carne.
Aparecen el sexo mundano, las puteadas, el lunfardo.
Esa es la otra clave de la decodificación. El lenguaje
que interpela uno a uno. Él y vos. Yo y él. Todos
nosotros. Aparecen la música, las citas pop, la regla de
tres simple, lo imprevisto. Están las mujeres, los pechos,
pero sobre todo, están las palabras. Las reinas de las
imágenes. Dependemos de las palabras, seguimos
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dependiendo de ellas, para conocer el mundo. O para
interpretarlo (quizá sea esa una de las razones para leer
un libro). Y ahí están las palabras en estos textos,
diciéndonos que no siempre es lo que creemos. Que el
mundo amaba a otras personas.

Manual de Perdedores

Programa de radio conducido por Raly Haurat y Pol Mereb


domingo, 21 de agosto de 2016

En pocas líneas




EMPLEADO ejf wejr we”
Aviso que envié por error y salió publicado en el diario de más tirada del país.


Durante un breve período, un gordito simpaticón repitió, sin atisbo de éxito alguno, el siguiente texto:

MADURO DOTADO bca MUJER 
p/relac sin compromiso… (Y el teléfono.)

Era atrayente, claro. No sé bien qué falló. Y no me dio ni un cachitín de bolilla cuando le sugerí ciertas modificaciones para intentar otra cosa, para ver si llegaba por fin el éxito ansiado.
Con intenciones parecidas, tampoco resultó triunfador otro memorable aviso, de un señor muy mayor e igual de terco que el “dotado” (y que las quería todas. ¡Y todas en una sola!):

MACHO 88 bca srta d/b-pres/posi
ción s-hijos exc físico… (Y el teléfono.)




El que sí estuvo atento a mis sugerencias fue el “profeta” Moisés Alan, que supo mandarse avisos largos con alto éxito:

AMARRE Profeta del Amor. Curo
enferm sobrenatural. Dominación
de mente p/q ella o él se rinda a
tus pies. Acierto tu número de la
suerte! Trabajo a distancia…
(Y el teléfono.)

Moisés Alan me juró en cierta ocasión que mi “número de la suerte” iba a salir sí o sí y me alentó con mucho entusiasmo para que gaste una suma de dinero importante. Mi número de la suerte se ausentó justo en el momento que más lo necesitaba. Es más, ni de cerca asomó el hocico. Ante la mínima posibilidad de estar frente a un tipo con poderes, mejor no ahondar en detalles y frenar la presente anécdota por acá.



A veces la gente gasta dinero en avisos muy curiosos. Como los que sitúan en la parte de Ofrecidos algo que iría en Pedidos. Como el que prefiere ubicar su local en venta en la parte de venta de casas, solamente porque le sale la mitad (nunca le da buenos resultados esa estrategia). Como uno que colocó en Agradecimientos:

GRACIAS Rey de las Tinieblas por
todos tus males. Ezekiel 25.14




O ese que publicó un aviso de una línea ofreciendo habitaciones en su hotelito, de una manera, a mi gusto, bastante particular:

AB c-c a-a b-p l-2 a-m s-c… (Y el teléfono.)

¿Se entendió? Y… convengamos que cuesta. No conforme con el texto, por falta de resultados satisfactorios —no era para menos—, la segunda vez publicó:

AB cc aa bp l2 am sc cb… (Y el teléfono.)

Jamás regresó.


Introducción de una imposible entrevista a George Harrison




Ubicada en las afueras de Londres, Friar Park es inmensa. Al aproximarse a esa mansión nadie podría evitar sorprenderse. Tampoco ignorar el enorme cartel que reza en diez idiomas: “Privado, ¡aléjese!”. Su dueño no tarda nada en recibirme. Se lo nota algo cansado. Enseguida transita por el hermoso y descomunal jardín que el mismo creó.
Camina con sus botas de goma embarradas y una vieja azada al hombro, con su desgastado gorro verde de lana, observando cada uno de los árboles como si fueran sus hijos. Cuenta que fue un día parecido al de hoy, fresco y nublado, cuando descubrió, en 1997, un nódulo en su garganta mientras arreglaba el jardín. En agosto de ese año, en Italia, le extirparon el tumor que resultó ser maligno. En esa oportunidad hizo uso de su ironía tan “beatle” al declarar a la prensa que “probablemente grabe una canción titulada Radiation Therapy”.
Adentro, en el living principal de la impresionante morada, hay un gigantesco sillón rosa. El “beatle silencioso”, como lo llamaba el periodismo en los setenta debido a su hermetismo, charla por teléfono con las personas involucradas en el nuevo y flamante relanzamiento de All Thing Must Pass, aquel exitoso e inmejorable debut solista de 1970, considerado aún hoy, por los expertos en materia rockera, como el mejor registro personal de un ex beatle.
Fascinantes objetos hindúes decoran el lugar, las paredes están adornadas con fotos de la familia, con cuadros (uno de los cuales está firmado por el artista plástico y cineasta estadounidense Andy Warhol, muerto en 1987) y con dibujos firmados por Dhani, su único hijo, nacido el 1 de agosto de 1978. Un sitar (instrumento musical de origen indio que conoció el autor de Something en su primer viaje a la India, en 1967, y con el cual quedó maravillado) descansa solitario en un rincón de la casa.
Su señora, la mexicana Olivia Arias, que conoció al ex guitarrista de The Beatles mientras este montaba Dark Horse Records (sello discográfico de su pertenencia), y con el que se casó en septiembre de 1978, le sirve en forma delicada un té.
El hombre que compartió escenarios y estudios de grabación con grandes músicos como Bob Dylan, Eric Clapton, Carl Perkins o Ravi Shankar (el maestro hindú que le enseñó los secretos del sitar); el que organizó el primer recital benéfico de la historia del rock: el Concierto para Bangladesh, realizado en 1971 en el estadio de Nueva York más importante, es decir, el Madison Square Garden; el viejo compañero de aventuras de John, Paul y Ringo; el guitarrista del grupo musical más importante del siglo XX; el creador de My Sweet Lord y While My Guitar Gentil Weeps, entre otros tantos clásicos, se sienta en el desmesurado sillón rosa y masculla: “Esto se lo digo a cada periodista desde hace casi treinta años, ¡no me preguntes que se siente ser un ex beatle! ¡Basta con eso! ¡Por favor te lo suplico! Fue lo máximo y a otra cosa”. Enseguida, George Harrison sonríe.



lunes, 1 de agosto de 2016

¿Cuándo me detuvo la lluvia?





¿Y si me vuelvo al depto? ¿Cómo es que tarda tanto?
¿Y si esta no es la parada ni a ganchos?
¿Me habré equivocado? ¿Y el tronco que indicaba la
parada? ¿No había acá un tronco bien groso, bastante
muy muy viejito?
Ufa, che. ¿Este era el bondi que me tenía que tomar?
¡Puta madre! ¿Habrá cambiado la parada?
Ya fue. A caminar. ¿Dos? No, mejor tres cuadras.
Cuatro, dale, cuatro. ¿Cinco?
¿Cuántas llevo caminadas? ¿Y este mástil verde claro?
Eso que tiene pegado, ¿no es el número de bondi?
Supongo que es esta la parada. ¿O no?
¿No habré perdido demasiado tiempo? ¿Hace cuánto
salí de casa? Espero que el bondi no tarde. Espero que
pase por acá. Espero que lo que pase por acá sea un
bondi.
Un momento. ¿Había paro de bondis hoy? ¿No era
de trenes? ¿O de remises? ¿De maestros era el paro? ¿O
de bancarios?
¿Me dejará bien? ¿Esta línea me conviene? ¿Será un
bondi lo que para acá? ¿No era esta la cuadra de las tres
líneas con recorrido parecido?
¿Y si hablo con alguien? ¿Pasa gente por acá? Capaz
que sí, pero ¿serán de confiar? Vamos, ¡¿para qué voy a
hablar con alguien?! Si acá capaz me cagan y…
Pero… ¿me queda otra?
Uh, allá. Ese chambón. ¿No iba conmigo a la
Primaria? ¿O era compañero de catecismo? ¿No me lo
cruzaba en el shopping de la vuelta de casa? ¿Era de
confiar? No tiene cara de buen tipo. ¿No es de esa gente
que siempre se ríe “de uno” y no “con uno”? ¿Cómo es
la “cara de buen tipo”? ¿Existen los “buenos tipos”?
Bueno, ya está, se alejó. ¿Lo corro? ¿Y si no vale la
pena?
¿No está muy sucio acá? ¿No es la calle donde el
otro día vinieron los de la municipalidad a limpiar?
¿Sigo o renuncio? ¿Me rendí alguna vez? ¿Me resigno
o la lucho? ¿Valdrá la pena? ¿Todo se tiene que luchar?
¿No hay partidos que mejor abandonarlos?
¿Qué es esto? ¿Una gota que cayó del cielo? ¿Traje
paraguas? ¿Para qué iba a traerlo si había un sol que
rajaba la Tierra? ¿Y si me vuelvo?
¿Qué me pasa? ¿No me puedo aguantar unas gotas?
¿Y si me resfrío? Bah, si habré salido con lluvia… ¿Cuál
es el problema? ¿Qué tan malo puede ser? ¿Me resfrié
alguna vez por culpa de las gotas? ¿Cuántas veces me
fue mal con lluvia? ¿Cuándo me detuvo?
Bueno, no viene más, me voy de acá.
Uy, ¿no es ahí? ¿O el de ahí es el que me deja a
catorce cuadras? ¿Catorce o quince? Y bué, en todo
caso las caminaré. Pero… ¿es ese? Sí, voy allá mejor.
¿Cuántos minutos pasaron? ¿Cincuenta y siete? ¿O
fueron cincuenta y ocho? ¿Cincuenta y ocho que salí de
casa o cincuenta y ocho que estoy en esta parada?
¿De qué color es el bondi que estoy esperando?
¿Verde, rojo, violeta? ¿No es amarillo y verde? ¿No es
de esos que llevan un cartelito aclarando que son “Ex
Noventa”? ¿O ese era el bondi de acá a dos cuadras?
¿No cambió de color esa línea hace poco? ¿Por qué
siguen con eso de “Ex Noventa” si hace bocha que no
es más “Noventa”? ¿Cuántas generaciones no vivieron
aquella época donde el viejo “Noventa” paseaba a
laburantes, familias y turistas por su habitual recorrido?
¿Las maestras de Actividades Prácticas le siguen
diciendo “Canning” a la calle Scalabrini Ortiz o ahora
al menos la llaman “Ex Canning”?
¿Y si me tomo un tacho? ¿No me deja bien el tren?
No, es al pedo, después de bajarme tengo que caminar
mucho. ¿Mucho? ¿No caminé ya bastante?
¿Qué estaba haciendo hace un par de horas? ¿Cuándo
fue la última vez que hice algo además de esperar un
bondi?
Uh, se acerca un grupo de pibes y pibas. ¿O son
adultos? No me da la impresión de que estén volviendo
de una fábrica. ¿Qué mierda le pasó a sus caras? ¿Irán a
una convención de frikis? ¿O están volviendo? ¿De qué
se disfrazaron? ¿Muertos vivos?
¿Será ese el bondi?
Entro. Un peso veinte le indico al chofer. Espero
que el tipo este sea chofer. ¿Estará bien indicarle “un
peso veinte”? Capaz que decía “ochenta centavos” y
no había problema. O capaz no, y después el conductor
me cagaba a palos. ¿No tendría que haber sacado un
peso cincuenta?
Viaja mi mano derecha hacia las profundidades más
recónditas del bolsillo derecho delantero de mi pantalón.
Logra extraer una moneda de un sope. Mi mano derecha
introduce la monedita en la máquina expendedora de
boletos.
La derecha vuelve al bolsillo para hacerse de dos
moneditas de diez centavos. Agarra cinco moneditas
de un tirón: dos de diez centavos y tres de cinco
centavos. La derecha pone una de diez y dos de cinco.
Caen de la maquinita dos monedas de diez centavos.
¿Las agarro? ¿Puse monedas de más o la maquinita se
equivocó? Si las agarro, ¿me puteará el chofer?
Las agarro. Creo que ni me vio el tipo.
Sale el boletito. ¿Gris con letras negras? ¿No sería
mejor blanco con letras negras? Este gris es demasiado
oscuro y no deja leer bien el boletito. ¿O andaré
necesitando anteojos?
Las personas que están sentadas observan mi
situación. ¿O tienen sus miradas perdidas? Para mí que
desean que ya saque el boletito. ¿O les dará lo mismo?
Elecciones, elecciones. ¿Qué será lo más apropiado?
¿Habrá asiento para cada ocasión? Elegir, elegir.
Empiezo a caminar y tiro en voz alta un inútil “¡vamos,
dale!”.
Las personas me observan atentamente con ese tipo
de caras que no se ven habitualmente en cumpleaños
felices.
El pasillo del bondi es estrecho. ¿O no tanto respecto
otros bondis?
Asientos dobles de un lado y simples del otro. Los
primeros se los dejo a las embarazadas, los
discapacitados y las personas mayores que vayan a
ingresar. A todo esto, ¿cómo sé que una mujer está
embarazada? ¿A partir de qué una persona es
considerada discapacitada? ¿Existe el
“discapacitómetro”? Si no existe, ¿no habría que
inventarlo? ¿Y las personas mayores? ¿”Mayores” que
quién, que qué? ¿A partir de qué día de la vida alguien
pasa de “no mayor” a “mayor”?
Esa gordita que subió después de mí, ¿es inválida?
Se desplaza con cierta dificultad, pero… ¿invalidez?
¿No estará medio sobreactuada esa renguera? No es tan
gordita.
Una joven mamá y su hijita están sentadas en el tercer
asiento doble. ¿Será la mamá? ¿No puede ser una tía
que está cuidando a la bebita? ¿O la habrá raptado? ¿Y
los chicos de adelante no serán también sus hijos? No,
no creo. ¿Cuándo los tuvo? ¿A los ocho? ¿O estoy
calculando mal?
¡Los asientos del fondo! Los adoro, todos juntos en
barra. Ideales para ahorrarse ese momento incómodo
en el que uno se levanta y cede el asiento a supuestas
embarazadas, a posibles inválidos, a probables personas
mayores. Los últimos. Típicos asientos de monjas y curas.
¿O no? ¿O es un lugar exclusivo para banditas de
pendejos barderos?
¿No pasaba este bondi por el boliche ese que siempre
se manda fiestas de disfraces? ¿No viajé alguna vez acá
con una banda de pendejos disfrazados de cosas
horrendas? ¿No iba gente disfrazada de puertas y
ventanas la otra vuelta?
Sube un grupo de pibes. Procuraré no sentarme cerca
de ellos. A esta hora probablemente ya estén todos
escabiados. Pero… ¿qué hora es?
Los pibes se sientan al fondo. Bien hecho,
muchachos. ¿O no? ¿No les convenía sentarse más cerca
de la gordita? ¿Cómo la verán estos pibes? ¿Gordita,
flacucha? Ellos no están muy en forma que digamos.
¿O lo estarán? ¿Cuál es “la forma” hoy en día?
Okey, tengo que sentarme.
Al fondo, los pibes. En los asientos dobles están los
chicos, o no tan chicos. Detrás de ellos, la madre con
su hija. O la tía con su sobrina. O la secuestradora y su
secuestrada. En el primero de los individuales está la
gordita. O embarazada. O inválida. O viejita.
Ya está, los solitarios. ¿Cuál de ellos elegir?
Descartamos el primero por estar ocupado.
Descartamos el que se ve afectado por la rueda trasera
y también debemos dejar afuera al último; del que está
encima de la rueda me molestan los saltos, los ruidos,
las vibraciones; del último, la posible brisa que entra
cuando la puerta se abre. Listo, el asiento solitario
tercero es la mejor opción.
Me siento. Abro la ventanilla.
Miro en dirección a la pareja de chicos, o no tan
chicos. Me miran con extrañeza. ¿O no me miran? Quizá
se trate de dos adultos consumados y yo los observo
con cara de quien observa infantes. ¿Y si me creen un
pedófilo? ¡Qué vergüenza! ¿O me conviene porque es
una buena forma para imponer respeto?
El chofer podría haber respondido de buena gana
ciertas inquietudes manifestadas por algunos de los
pasajeros. Creo que ni se mosqueó. ¿O sí? ¿Será
conversador si le das charla? Lo siento como mudo. ¿O
será tristeza? Parquedad, tal vez. ¿O estaremos en
presencia de un forro más? ¿Se dio vuelta aunque sea
una vez? Si lo hizo fue cuando no lo estaba observando.
Su cabello cortito y parejo se diferencia de los corrientes
cortes “a lo bondindiero”: pelo largo atrás y corto
adelante. Los “cubana”. O “porra”. O “mullet”. Esos.
¿O ahora se los llama de otra forma?
Ascienden una viejecita y un viejecito. ¿Serán pareja?
Quién sabe. La viejecita lleva puesto un saquito idéntico
al que usaba una de mis tías. ¿O era una de mis vecinas?
¿Se le llama “saquito” a eso que lleva puesto la viejecita?
El viejecito luce unos anteojos que no me termino
de decidir si son horripilantes o hermosísimos. Camina
de una manera rara, como oblicua, muy diferente a la
manera de caminar del resto de los mortales. ¿O será la
correcta y miles de millones estaremos equivocados?
El hecho de que sus caras estén arrugadas, ¿me da
derecho a concluir que son dos viejecitos? ¿Y si se trata
de dos niños que van a las famosas fiestas de disfraces?
¿Dónde estamos? ¿Esto es parte de la ciudad? ¿Qué
barrio sería? ¿Será la provincia ya? ¿Conozco este sitio?
¿Cuántas veces pasé por acá? ¿Pasé alguna vez?
¿Y ese gato que maúlla entre los yuyos? ¿Me está
mirando o mira a la ventana? ¿Está maullando o hace
mímica? ¿Está con toda la furia o reboza de alegría este
felino? ¿Felino o felina? ¿No es muy grande para ser
gato? ¿Y ese extraño hocico?
Todo es silencio. ¿O están hablando bajito y yo estoy
medio sordo? Algún sonido sobrevuela. ¿Será el motor
del vehículo o la respiración de los pasajeros?
Creo que es un fino sonido el que escucho. Y crece a
cada segundo. ¿O a cada milésima? ¿Soy yo o el chillido
ese sale de otro lado? ¿No me estará jugando una broma
pesada algún individuo de los que viajan en este bondi?
¿O será mi imaginación? ¿No seré yo, que tengo ganas
de que haya sonidos? ¿No serán los pelos de mi barba
creciendo segundo a segundo? ¿O milésima a milésima?
¿Cuál era el lugar? ¿Adónde me dirijo? ¿Fui alguna
vez? ¿Dónde tenía que ir? Convengamos que llego tarde
a todos lados. ¿O soy más puntual de lo que quiero
creer? Lo importante es que siempre llego. ¿Siempre?
¿No me quedé a mitad de camino varias veces?
Miro por la ventana. Caen gotas veloces y mudas.
¿Y esto? ¿Vive algún pariente aquí? ¿Dónde se supone
que vinimos a parar? Yo sabía que esto no iba a ir bien.
¿O esperaba el mejor viaje de mi vida? ¿Hubiera
cambiado algo bajarme dos paradas antes? ¿Este no era
un típico viaje de dos horas? ¿O de cinco? ¿Cuánto hace
que me subí a este bondi? ¿Me subí a este bondi o me
subieron? ¿Cuánto tiempo pasó desde que subieron los
que no sé si son viejecitos o gente disfrazada? ¿No estará
el bondi entero disfrazado? ¿No vengo seguido a este
lugar? ¿No hago este circuito en forma habitual? ¿Dónde
demonios estoy? ¿Para qué vine?
Mi panza lanza una queja revelando escasez de morfi.
¿No comí antes de venir acá? ¿Cuándo fue la última
vez que probé un bocado? ¿Era un licuado lo que tomé
más temprano? ¿Me alimenté hoy? ¿O debería preguntar
si me alimenté “ayer”?
El bondi dobla hacia una zona sin luz. No hay gritos,
no oigo comentarios. Todos aceptan la situación. ¿Me
bajo acá? Aún no vi a nadie bajar y tengo la leve sospecha
de que nadie lo hará. ¿Y si pruebo? ¿Y si me animo?
¿No será muy arriesgado de mi parte?
Ni idea.
Sólo sé que me había acostumbrado a los silbidos de
mis cabellos creciendo cuando comienzo a apreciar que
el pelo prospera hasta abrigarme los ojos. Los vellos de
las orejas, los de la nariz, los del pubis y los bigotes,
florecen cada vez más rápido, entorpeciendo mi
respiración. Percibo que todo mi ser empieza a destilar
sangre y mi desenlace es cuestión de apenas segundos.
O milésimas.

Buscando escándalos en la oscuridad




Buenos Aires.- 19 de septiembre de 2005.

Falta poco para que empiece la película. Un amigo y una prima, con los que había quedado en encontrarme, aún no llegaron.
Es lunes a la noche, voy a la boletería y allí me entero que no traje mi libreta universitaria, por lo que la entrada en vez de costarme cinco pesos, me saldrá ocho. Deseo ver la última película de Pino Solanas, tengo el dinero, así que pago y entro a la Sala 1 del cine Cosmos. La última vez que entré acá fue en el marco del BAFICI (Festival de Cine Independiente de Buenos Aires), abril 2005, para ver un documental sobre la mítica película porno Garganta profunda.
Soy muy fan del Cosmos. Ves películas que prácticamente no pasan en ningún otro cine. Empezó llamándose Cine Cataluña en 1929. En la década del sesenta ya se había convertido en Cine Cosmos 70 y pasaba mucho cine soviético y de vanguardia en general.
Una vez adentro, miro a mi alrededor y sólo veo a cuatro personas. Un pibe con rastas y barba larga, piernas y brazos peludos, sentado en un extremo de la última fila, con las gambas apoyadas en los respaldos de los asientos de adelante. Una chica rubia, de pelo bien cortito y anteojos redondos, que se acomoda casi en el medio de la sala y se está terminando de manducar un alfajor Jorgito de chocolate. Por último, un señor y una señora mayores que se encuentran estáticos, a un costado de la segunda fila. La mujer, toda maquillada, lleva un tapado de piel. El hombre, con poco pelo, todo engominado, luce saco y corbata. Me siento en la última fila, al medio, como casi siempre.
Empieza la película. Lo primero que me sorprende son los subtítulos en italiano que acompañan las imágenes. En general, aquí en el Cosmos, las películas en idioma castellano suelen ir con subtítulos en inglés.

Si hay una razón por la que me gusta ver obras de este realizador argentino es porque sé que, al contrario de muchos de sus colegas, genera sentimientos extremos sobre el público. Cuando vi en un cine del centro, su último largometraje de ficción, La Nube, mucha gente se retiró en la mitad de la película. Al final, hubo un par de silbidos y muchos aplausos de pie. Reacciones tan fuertemente inversas, sólo las recuerdo en películas del director estadounidense David Lynch, del iraní Abbas Kiarostami, del argentino Lisandro Alonso y del más abucheado, el más festejado, el más esnobeado, en definitiva el dueño de las reacciones más extremas: el danés Lars Von Trier.
Recuerdo cuando el danés estrenó Idioterne (1998) en el Metro de la calle Cerrito. El argumento central consistía en unos tipos que se hacen pasar por idiotas y se aprovechan de esa situación. Hay sexo explícito. Una señora, con un saco, un peinado y unos anteojos muy recoletos, se levantó en la mitad de la sala y gritó: “¡Es una vergüenza que pasen esto en mi país!”. En Breaking the waves (1996) dos tercios de los que asistieron a la sala 3 del Monumental de Lavalle se fueron antes del final. Cuando pasaron Dogville (2003) el tipo era más conocido así que apenitas la mitad de los que estaban en la 2 del Lorca partió antes del The End. De todos modos, la peli que se lleva hasta el día de la fecha el premio a “la más perturbadora de Lars” (y eso es decir mucho) es, claro está, Dancer in the dark (2000). La vi en la sala Lugones del teatro San Martín. La pantalla permanece en negro los primeros cinco minutos, mientras una melodía poco a poco va aumentando su volumen. Durante ese lapso un pibe gritó: “Claro, ‘Bailarina en la oscuridad’, ahora entendí el título”; todos rieron y el mismo pibe completó: “Espero que no se así las dos horas veinte”. Por suerte no fue así. Acabados esos desconcertantes minutos el film arrancó. Ahora la oscuridad estaba en el argumento. Björk gritaba y sufría terriblemente, se quedaba ciega, pataleaba, golpeaba la cabeza de un tipo contra el piso, y tenía un final sin posibilidad de redención alguna. Cuando se encendieron las luces no me sorprendió ver menos gente que cuando empezó el film, lo que me llamó la atención fueron los espectadores que estaban llorando; dos pibas de veintitantos, un chabón de cuarenta y algo, una señora de sesenta y pico, todos moqueaban y se abrazaban con otros.

Esta vez, con tan escasa cantidad de personas, no puedo esperar demasiado alboroto. Pero, cada tanto, bajo la mirada y observo. La chica de pelo corto se ríe fuerte ante cada ironía que sale de la voz en off de Pino. El pibe de las rastas sólo cambia de posición sus piernas y bebe, con sorbete, una gaseosa de marca desconocida. Lo más llamativo de los asistentes lo encuentro definitivamente en la pareja sentada en la segunda fila: no paran de hablar (cosa que detesto que hagan cuando voy al cine). Ella tose muy seguido y lanza frases como: “¡y dale con los piqueteros!”. “¿Las otras voces?”, grita él. Si bien es cierto que en toda la película se oye una sola voz en contra de las acciones que realizan los protagonistas (casualmente se trata de una señora mayor que se queja de una movilización piquetera) está claro que no era la intención del autor darle la voz a todas la voces todas, sino a los que él considera perjudicados por el sistema.
Uno de los detalles clave tiene que ver con presentar las historias de los denominados “nadies” mediante coplas populares (recitados en verso). Este recurso ya lo había utilizado en Los hijos de Fierro (1975), donde también allí fue su intención darle voz a los ignorados por los medios de comunicación.
Títulos finales. La chica de pelo corto se levanta, tira el envoltorio del Jorgito al piso y se va con una sonrisa de oreja a oreja. El pibe de las rastas, dueño de un rostro inmutable, se queda mirando la pantalla para leer los rubros técnicos de la peli, mientras de su morral saca los elementos necesarios para armarse lo que presumo será un porrito. La pareja añeja se retira con evidentes gestos de fastidio y puteadas por lo bajo. Me voy conforme, pensando que me gustó más que su anterior largometraje, Memoria del saqueo (2003), que se parecía más a un producto televisivo. Creo que las pequeñas historias, el eje central de La dignidad de los nadies, son el terreno donde mejor se desenvuelve Solanas.
Salgo del Cosmos. Hay poca gente para la próxima función. No pasa naranja. ¿Será por la superposición en cartelera de tantas películas argentinas? ¿Será que a casi nadie le interesa el tema? ¿Será que ya pasaron hace mucho tiempo los días de gloria y popularidad de don Solanas? ¿Tendrá que ver con un estilo que sí, tal vez, se haga repetitivo, algo cansador y huela un poco demodé? Cualquiera sea la razón, lo concreto es que son muy pocos los que quieren ver a los “nadies”.

El año que viene está previsto el estreno de Manderlay, la nueva de Lars. Se exhibió en el festival de Cannes y no estuvo exenta de polémicas. La espero con ansias.


Texto de Contratapa (publicado en El mundo amaba a otras personas -Textos Intrusos [2015]-)





Un mundo mucho mejor Lo escribí como venganza por un cuento de Hermann Hesse que me pareció horrible. El monstruo Un día me desperté con la idea en la cabeza: mezcla de mi nono Paolo en la Segunda Guerra Mundial, un recorte periodístico y una cosa que me contó mi hermano Martín. Entonces llovieron payasos En mi adolescencia decía que el día que debutara sexualmente iban a llover payasos. Cuando empecé a escribir el cuento ni siquiera habían garuado. La luna de los hombres-lobo En la calle me crucé con un nene que señaló hacia el cielo y le dijo a su ma: “¡Mirá, ma! ¡La luna de los hombres lobo!”. Era una discreta medialuna gris que me inspiró el cuento en cuestión. ¿Cuándo me detuvo la lluvia? Tomé un bondi para ir a la zona Norte del Gran Bs As. Durante el viaje me parecía que algo andaba mal. Creía estar por zona Sur. Tuve miedo y me puse a escribir. No recuerdo cuándo ni dónde bajé. Colores El primer personaje cuenta un hecho verídico. Las palabras del resto de los protagonistas podría apostar que fueron esas y no otras. Sobre todo las de la paloma. El deseo de un hada ¿Qué hacés los días que te sentís un jodido? Yo invento historias como esta. El asesino volvió una noche Siempre quise escribir algo onda stand-up. También sobre una estrella pop caída en desgracia. ¿Por qué no combinar ambos deseos? Para ver quién sos Tipo enamorado de mina del pronóstico. Al profe de guion le parecía “demasiado europeo” (y eso para él era malo). Al año rescaté el guion y lo transformé en cuento. Después de las perdices ¿Qué pasó luego de que fueron felices y comieron perdices? ¿Eh? ¿Qué pasó?


Después de las perdices




Y se casaron, y fueron felices… y comieron perdices.
FIN

Así termina el cuento. Nunca supimos más nada.
Nada acerca del después. Jamás se aclara lo que sucedió
luego. Luego de que se comieran esas dichosas perdices.
Así termina el cuento. Así nomás.
Bueno, no sé ustedes, pero como a mí me intrigaba
conocer lo que pasó después, agarré y lo averigüé. Y
aquí estoy para contárselos. Si lo desean, péguense una
vuelta por las palabrillas escritas más abajo.

**

La hermosa y feliz parejita estaba casada, sí. Estaba
feliz, también. Y había comido perdices a lo pavote.
Exacto. Hasta ahí vamos bien. Ninguna novedad. La
historia por todos conocida.
Bien. Iba bien esta gente. Pero un día la felicidad
dijo “basta, hasta acá llegué”.
De tanto comer siempre lo mismo. De tanto preparar
la misma receta una y otra vez. De tanto creer que parte
de la felicidad se la debían a “eso”, un día “eso” le cayó
como el traste a él.
Y sí, no se podían pasar la vida comiendo perdices.
Algún día, quieras que no, les iba a pasar algo. ¿Por qué
centrarse en tan pobre y noble animalucho? ¡Qué
obsesión, muchachos! ¿A eso llamaban “felicidad”?
Eran muy felices, eso no entra en discusión. Bah,
todo entra en discusión, pero yo no tengo ganas de
discutir ahora el nivel exacto de felicidad de la pareja
protagónica de aquel clásico cuento. Carezco de
“felicidómetro”. Si saben dónde puedo hacerme de uno,
pues chiflen.
Que hay que llamar al médico, sugería ella. Que para
qué, se quejaba él, mientras se agarraba el estómago
con evidente fastidio.
Desde la primera noche de casados no habían hecho
otra cosa que ser felices y comer perdices. Dos
actividades que, aunque parezcan insulsas, simples, son
en verdad dos de las tareas más arduas que pueda llevar
a cabo el ser humano desde el comienzo de todos los
tiempos. Lo comprobé haciendo una exhaustiva
investigación, no es joda esto que cuento en este cuento.
Esa sí la tengo estudiada. Acá no me agarrás en offside
ni mamado.
Finalmente, y debido a la más absoluta incapacidad
del hombre para moverse y luchar por lo suyo, ella fue
la que llamó al médico. Y el médico, luego de tres días,
veintidós horas, cincuenta y cuatro minutos y cuarenta
y nueve segundos, llegó al hogar con los elementos
necesarios para atender al estropeado hombre.
Vivían muy lejos de todo, es cierto. Una cabaña en la
montaña. Cabaña hecha de ladrillos, siguiendo los sabios
consejos del cerdito mayor. Todo muy lindo pero era la
loma de los quinotos. Te la regalo a la hora de hacer las
compras. Si no estaba disponible alguno de los enanos
favoritos de ella —léase Happy o Grumpy—, la cosa se
complicaba un montonazo.
Lejos, es verdad, pero tampoco tan lejos como para
que el médico te tarde esa cantidad irresponsable de
tiempo. ¡Tres días, veintidós horas, cincuenta y cuatro
minutos y cuarenta y nueve segundos! Un
desconsiderado, un sinvergüenza el hombre. Más
teniendo en cuenta que fue llamado con carácter de
urgencia. Una notable falta de profesionalismo.
El hombre al que le habían caído las perdices como
el mismísimo Infierno no daba más del dolor. Encima
estaba sin comer hacía ya tres días, veintidós horas,
cincuenta y cuatro minutos y cuarenta y nueve segundos.
Su último bocado había sido un pedacito de pan de
centeno que terminó justito en el mismo instante en el
que ella finalizó la conversación con el facultativo.
El pan no le había caído mejor que las perdices. Lo
devolvió a la superficie a los cinco minutos y cincuenta
y siete segundos de habérselo metido en su bocaza.
Decime vos, ¿qué hacía comiendo pan de centeno en
esas circunstancias? Nooo, chambón, un tarado
importante el tipo.
El médico era igualito a los de esas famosas series
norteamericanas. Alto, musculoso, ojos claros y cabello
cuidado con el champú mas cool (sí, ya sé. Había uno
que era pelado, pero siempre hay excepciones. La vida
es una excepción). Ustedes las habrán visto a esas series.
Los yanquis se la pasan sacando ese tipo de series, con
médicos rubios exitosos y enfermeras negras con
problemas. No conozco gente que se haya fanatizado
con esos programas, pero ellos los siguen sacando. Allá
ellos entonces.
Ella vio al clínico y se empezó a babear. ¡No había
visto un chongo como ese en años! Se le caía la baba
como cascada, era re evidente. Además miraba a su
marido y el tipo ahí en el piso, con retorcijones, dolores,
barba crecidísima. Y ni hablar de su panzota. Su panzota
grasosa y peludota. ¡Y el olor insoportable a
transpiración! Ya no quedaban vestigios del buen mozo
que alguna vez supo ser. Ya no quedaban rastros del
héroe, del galán de aquella anterior historia; aquella
hermosa y clásica historia de amor.
Él, desde el piso, observó la situación. Observó cómo
ese médico retrasado, ese mequetrefe del norte, ese
chongo de vigésimo cuarta, la miraba con morbosidad
a su mujer. Su propia jermu. Esa mujer que en aquella
otra historia había sido tan pobrecita, tan indefensa; la
hermosa princesita de aquel cuento maravilloso. Ahora,
para él, era sencillamente una puta.
Los ríos de baba le llegaban hasta el escote y mojaban
su andrajoso vestido celeste. Y ella dele hablar con el
guapo y salvador galeno. Hablaban sobre cualquier cosa
menos sobre los dolores causados por esas famosas y
malditas perdices. ¡La salud de un pobre hombre estaba
en juego, che!
—¡Aaaaaaaaaaaaaayyyyyyyy! —exageró el marido
para llamar la atención. Para que le prestasen algo de
bolilla de una buena vez. Qué tanta cháchara.
—¿Qué te sucede cariño? —le preguntó ella con
suavidad. ¿Cuándo demonios se había expresado así?
¿¿¿Qué te sucede cariño??? ¡Así habla la que dobla en
castellano a la Nana Fine en la serie norteamericana
The Nanny! Él pensó: o su jermu estaba viendo
demasiada tele o quería impresionar, con una dudosa y
particular técnica, al pseudogalancito este.
—Comí demasiadas perdices, compradas o por vos
o por alguno de esos enanos de mierda, vaya uno a saber
en qué sucucho. Horas después, como era de esperar,
me agarraron unos retorcijones de película. ¿Qué hizo
la señorita? No tuvo mejor idea que llamar a un tipo
con problemitas mentales en vez de recurrir a un médico
como la gente —tiró el damnificado. Cualquiera hubiera
jurado que el hombre andaba algo resentido.
—Que yo sepa, la idea de que te cures fue mía. Vos
te opusiste en primera instancia —se ofendió ella. Ya
no le causaban gracia los comentarios despectivos que
su dorima arrojaba hacia otras personas. Antaño, le mega
fascinaban.
— Esto se arreglaba automedicándome con una de
las pastillas que tenemos en el botiquín ¡y chau Pinela!
—retrucó él.
(El padre de ella era un médico prestigioso y por eso
estaban colmados de medicamentos y muestras gratis
de cualquier cosa. Este dato no se conocía en el famoso
cuento anterior de ellos dos. Entonces, ¡valga la
aclaración en este paréntesis!).
—Qué nabo. Acá está el hombre y le costó mucho
venir. Dejá que te revise y te dé su opinión. Le pagamos
y lo dejamos ir, ¿sí? —Por las condiciones en las que se
encontraba, el enfermucho no podía andar haciendo
cuestionamientos muy largos. Fue así como por fin se
dejó revisar por el hermoso chongo.
—Dolor de zapán producido por una descontrolada
ingesta de perdices. El dolor persiste increíblemente
desde hace días —fue el diagnóstico.
—¡Chocolate amargo por la noticia! —vociferó el
perjudicado, visiblemente hinchado las pelotas.
Le recomendó qué remedios tomar y que haga reposo
por unos días. Entonces, reposó y reposó. Mientras tanto,
ella salía muy seguido, más de lo habitual. Salía y salía
de la casa con cualquier excusa. Que me voy a visitar a
Bashful y a Dopey. Que hoy me toca cuidar a Hugo,
Paco y Luis porque su tío se fue de viaje. Que pitufo
Filósofo da una conferencia interesantísima en el pueblo.
Que me voy al cine porque ya se estrenó La Sirenita
Bicivoladora y Porky Ninja contra los Superamigos más locos
del mundo, en la Mansión del Terror 34 y ¾...
Un día él se levantó, la siguió y descubrió lo que
sucedía. ¡Ella tenía una aventura con el mediquito
papafrita ese! Y no precisamente el tipo de aventuras
que había vivido la parejita en el cuento anterior. No, no;
ahora la heroína se había salteado todos los obstáculos y
le entregaba su cuerpo de una, en el primer capítulo.
Esto no le hacía nada bien a la salud del antiguo
héroe. Esto no constituía un aporte muy beneficioso
que digamos para el normal funcionamiento de su
organismo.
Siguió haciendo como si no pasara nada por mucho,
mucho tiempo. Pretendía pensar bien, pero bien bien,
su próxima jugada.
Ahora ella le hacía comidas más elaboradas. En la
dieta de ambos ya no figuraban las perdices. ¡Ahora
comían de lo lindo! Chop suey, sushi, capeletis con salsa
parisién… ¡y la Tarta Loca! Una especialidad de ella.
La Tarta Loca tenía de todo en el relleno, todo lo que te
puedas imaginar que lleva una tarta loca y más también.
Tenía de todo. De todo menos perdices, claro.
Parecían otra vez felices. Bueno, felices, pero mis
cuernos los ven hasta los personajes de Las mil y una
noches, reflexionaba él. Además, todo mal con que ella
no quiera jugar más a probarse el zapatito o a morder la
manzanita. ¡¿Pero cómo?! ¿No te erotizaban esos juegos,
mi princesita devaluada?
Estaba decidido. Tenía que matar al mediquito.
Había hecho planes y planos para ello. Basta del bueno
de la peli. Príncipe Azul las pelotas. Estaba proyectando
un asesinato clásico. Pero lo pensó mejor y se dio cuenta
de que era demasiado vulgar ese hecho. No iba con su
perfil, con sus características de personaje, con su
physique du rôle. ¡No daba echar por la borda todo el
prestigio logrado en el cuento anterior!
El ultra cornudo los seguía a todos lados. Sabía a la
perfección los movimientos de estos dos pilluelos. Una
noche llegó a grabarlos. Fue sexo desenfrenado esa
noche. En el famoso bosque. Y a la vista de todos los
animales de la zona.
Mientras los filmaba, lo vio. Notó que se le movía
toda la estantería. Entendió que le pasaba algo que
nunca antes le había pasado. Sintió un tembladeral, un
tsunami, un abarajamiento, un licuado, una vuelta
manzana, una picazón, un rocanrol interior, un ciempiés
extasiado, un escalofrío que le caminó por todo su
cuerpo. ¡Lo había visto! “¡Por fin tendré mi propia
aventura!”, pensó enseguida. Él, un hermoso zorrino,
dueño del olor más inaguantable del Universo. Fue amor
a primera vista. Fue increíble. Inexplicable. Estaba
hechizado como nunca antes. Allí se encontraba el
zorrino, de cara y pecho blancos; de espalda y patas
negras; de jopo blanco y negro; de gran colita negra,
con dos rayas blancas. Un verdadero dios peludo de la
hediondez. ¡Guau! ¡Qué zorrino, papito! ¡Qué ojitos
seductores! ¡Qué porte!
Lo miró. Se miraron. El zorrino retrocedió un poco.
Él se acercó con cuidado y con ambas manos lo llenó
de caricias. Vio que al animal le gustaban, entonces
siguió y siguió acariciándolo y acercándose cada vez
más. Luego el zorrino empezó a dar lengüetazos por
toda la humanidad del ex príncipe azul. La camarita se
estropeó bajo el furioso desplazamiento de los cuerpos.
El sol empezaba a asomar. Él se desvistió.

Y colorín colorado este cuento se ha terminado.
¿FIN?