Y se casaron, y fueron felices… y comieron perdices.
FIN
Así termina el cuento. Nunca supimos más nada.
Nada acerca del después. Jamás se aclara lo que sucedió
luego. Luego de que se comieran esas dichosas perdices.
Así termina el cuento. Así nomás.
Bueno, no sé ustedes, pero como a mí me intrigaba
conocer lo que pasó después, agarré y lo averigüé. Y
aquí estoy para contárselos. Si lo desean, péguense una
vuelta por las palabrillas escritas más abajo.
**
La hermosa y feliz parejita estaba casada, sí. Estaba
feliz, también. Y había comido perdices a lo pavote.
Exacto. Hasta ahí vamos bien. Ninguna novedad. La
historia por todos conocida.
Bien. Iba bien esta gente. Pero un día la felicidad
dijo “basta, hasta acá llegué”.
De tanto comer siempre lo mismo. De tanto preparar
la misma receta una y otra vez. De tanto creer que parte
de la felicidad se la debían a “eso”, un día “eso” le cayó
como el traste a él.
Y sí, no se podían pasar la vida comiendo perdices.
Algún día, quieras que no, les iba a pasar algo. ¿Por qué
centrarse en tan pobre y noble animalucho? ¡Qué
obsesión, muchachos! ¿A eso llamaban “felicidad”?
Eran muy felices, eso no entra en discusión. Bah,
todo entra en discusión, pero yo no tengo ganas de
discutir ahora el nivel exacto de felicidad de la pareja
protagónica de aquel clásico cuento. Carezco de
“felicidómetro”. Si saben dónde puedo hacerme de uno,
pues chiflen.
Que hay que llamar al médico, sugería ella. Que para
qué, se quejaba él, mientras se agarraba el estómago
con evidente fastidio.
Desde la primera noche de casados no habían hecho
otra cosa que ser felices y comer perdices. Dos
actividades que, aunque parezcan insulsas, simples, son
en verdad dos de las tareas más arduas que pueda llevar
a cabo el ser humano desde el comienzo de todos los
tiempos. Lo comprobé haciendo una exhaustiva
investigación, no es joda esto que cuento en este cuento.
Esa sí la tengo estudiada. Acá no me agarrás en offside
ni mamado.
Finalmente, y debido a la más absoluta incapacidad
del hombre para moverse y luchar por lo suyo, ella fue
la que llamó al médico. Y el médico, luego de tres días,
veintidós horas, cincuenta y cuatro minutos y cuarenta
y nueve segundos, llegó al hogar con los elementos
necesarios para atender al estropeado hombre.
Vivían muy lejos de todo, es cierto. Una cabaña en la
montaña. Cabaña hecha de ladrillos, siguiendo los sabios
consejos del cerdito mayor. Todo muy lindo pero era la
loma de los quinotos. Te la regalo a la hora de hacer las
compras. Si no estaba disponible alguno de los enanos
favoritos de ella —léase Happy o Grumpy—, la cosa se
complicaba un montonazo.
Lejos, es verdad, pero tampoco tan lejos como para
que el médico te tarde esa cantidad irresponsable de
tiempo. ¡Tres días, veintidós horas, cincuenta y cuatro
minutos y cuarenta y nueve segundos! Un
desconsiderado, un sinvergüenza el hombre. Más
teniendo en cuenta que fue llamado con carácter de
urgencia. Una notable falta de profesionalismo.
El hombre al que le habían caído las perdices como
el mismísimo Infierno no daba más del dolor. Encima
estaba sin comer hacía ya tres días, veintidós horas,
cincuenta y cuatro minutos y cuarenta y nueve segundos.
Su último bocado había sido un pedacito de pan de
centeno que terminó justito en el mismo instante en el
que ella finalizó la conversación con el facultativo.
El pan no le había caído mejor que las perdices. Lo
devolvió a la superficie a los cinco minutos y cincuenta
y siete segundos de habérselo metido en su bocaza.
Decime vos, ¿qué hacía comiendo pan de centeno en
esas circunstancias? Nooo, chambón, un tarado
importante el tipo.
El médico era igualito a los de esas famosas series
norteamericanas. Alto, musculoso, ojos claros y cabello
cuidado con el champú mas cool (sí, ya sé. Había uno
que era pelado, pero siempre hay excepciones. La vida
es una excepción). Ustedes las habrán visto a esas series.
Los yanquis se la pasan sacando ese tipo de series, con
médicos rubios exitosos y enfermeras negras con
problemas. No conozco gente que se haya fanatizado
con esos programas, pero ellos los siguen sacando. Allá
ellos entonces.
Ella vio al clínico y se empezó a babear. ¡No había
visto un chongo como ese en años! Se le caía la baba
como cascada, era re evidente. Además miraba a su
marido y el tipo ahí en el piso, con retorcijones, dolores,
barba crecidísima. Y ni hablar de su panzota. Su panzota
grasosa y peludota. ¡Y el olor insoportable a
transpiración! Ya no quedaban vestigios del buen mozo
que alguna vez supo ser. Ya no quedaban rastros del
héroe, del galán de aquella anterior historia; aquella
hermosa y clásica historia de amor.
Él, desde el piso, observó la situación. Observó cómo
ese médico retrasado, ese mequetrefe del norte, ese
chongo de vigésimo cuarta, la miraba con morbosidad
a su mujer. Su propia jermu. Esa mujer que en aquella
otra historia había sido tan pobrecita, tan indefensa; la
hermosa princesita de aquel cuento maravilloso. Ahora,
para él, era sencillamente una puta.
Los ríos de baba le llegaban hasta el escote y mojaban
su andrajoso vestido celeste. Y ella dele hablar con el
guapo y salvador galeno. Hablaban sobre cualquier cosa
menos sobre los dolores causados por esas famosas y
malditas perdices. ¡La salud de un pobre hombre estaba
en juego, che!
—¡Aaaaaaaaaaaaaayyyyyyyy! —exageró el marido
para llamar la atención. Para que le prestasen algo de
bolilla de una buena vez. Qué tanta cháchara.
—¿Qué te sucede cariño? —le preguntó ella con
suavidad. ¿Cuándo demonios se había expresado así?
¿¿¿Qué te sucede cariño??? ¡Así habla la que dobla en
castellano a la Nana Fine en la serie norteamericana
The Nanny! Él pensó: o su jermu estaba viendo
demasiada tele o quería impresionar, con una dudosa y
particular técnica, al pseudogalancito este.
—Comí demasiadas perdices, compradas o por vos
o por alguno de esos enanos de mierda, vaya uno a saber
en qué sucucho. Horas después, como era de esperar,
me agarraron unos retorcijones de película. ¿Qué hizo
la señorita? No tuvo mejor idea que llamar a un tipo
con problemitas mentales en vez de recurrir a un médico
como la gente —tiró el damnificado. Cualquiera hubiera
jurado que el hombre andaba algo resentido.
—Que yo sepa, la idea de que te cures fue mía. Vos
te opusiste en primera instancia —se ofendió ella. Ya
no le causaban gracia los comentarios despectivos que
su dorima arrojaba hacia otras personas. Antaño, le mega
fascinaban.
— Esto se arreglaba automedicándome con una de
las pastillas que tenemos en el botiquín ¡y chau Pinela!
—retrucó él.
(El padre de ella era un médico prestigioso y por eso
estaban colmados de medicamentos y muestras gratis
de cualquier cosa. Este dato no se conocía en el famoso
cuento anterior de ellos dos. Entonces, ¡valga la
aclaración en este paréntesis!).
—Qué nabo. Acá está el hombre y le costó mucho
venir. Dejá que te revise y te dé su opinión. Le pagamos
y lo dejamos ir, ¿sí? —Por las condiciones en las que se
encontraba, el enfermucho no podía andar haciendo
cuestionamientos muy largos. Fue así como por fin se
dejó revisar por el hermoso chongo.
—Dolor de zapán producido por una descontrolada
ingesta de perdices. El dolor persiste increíblemente
desde hace días —fue el diagnóstico.
—¡Chocolate amargo por la noticia! —vociferó el
perjudicado, visiblemente hinchado las pelotas.
Le recomendó qué remedios tomar y que haga reposo
por unos días. Entonces, reposó y reposó. Mientras tanto,
ella salía muy seguido, más de lo habitual. Salía y salía
de la casa con cualquier excusa. Que me voy a visitar a
Bashful y a Dopey. Que hoy me toca cuidar a Hugo,
Paco y Luis porque su tío se fue de viaje. Que pitufo
Filósofo da una conferencia interesantísima en el pueblo.
Que me voy al cine porque ya se estrenó La Sirenita
Bicivoladora y Porky Ninja contra los Superamigos más locos
del mundo, en la Mansión del Terror 34 y ¾...
Un día él se levantó, la siguió y descubrió lo que
sucedía. ¡Ella tenía una aventura con el mediquito
papafrita ese! Y no precisamente el tipo de aventuras
que había vivido la parejita en el cuento anterior. No, no;
ahora la heroína se había salteado todos los obstáculos y
le entregaba su cuerpo de una, en el primer capítulo.
Esto no le hacía nada bien a la salud del antiguo
héroe. Esto no constituía un aporte muy beneficioso
que digamos para el normal funcionamiento de su
organismo.
Siguió haciendo como si no pasara nada por mucho,
mucho tiempo. Pretendía pensar bien, pero bien bien,
su próxima jugada.
Ahora ella le hacía comidas más elaboradas. En la
dieta de ambos ya no figuraban las perdices. ¡Ahora
comían de lo lindo! Chop suey, sushi, capeletis con salsa
parisién… ¡y la Tarta Loca! Una especialidad de ella.
La Tarta Loca tenía de todo en el relleno, todo lo que te
puedas imaginar que lleva una tarta loca y más también.
Tenía de todo. De todo menos perdices, claro.
Parecían otra vez felices. Bueno, felices, pero mis
cuernos los ven hasta los personajes de Las mil y una
noches, reflexionaba él. Además, todo mal con que ella
no quiera jugar más a probarse el zapatito o a morder la
manzanita. ¡¿Pero cómo?! ¿No te erotizaban esos juegos,
mi princesita devaluada?
Estaba decidido. Tenía que matar al mediquito.
Había hecho planes y planos para ello. Basta del bueno
de la peli. Príncipe Azul las pelotas. Estaba proyectando
un asesinato clásico. Pero lo pensó mejor y se dio cuenta
de que era demasiado vulgar ese hecho. No iba con su
perfil, con sus características de personaje, con su
physique du rôle. ¡No daba echar por la borda todo el
prestigio logrado en el cuento anterior!
El ultra cornudo los seguía a todos lados. Sabía a la
perfección los movimientos de estos dos pilluelos. Una
noche llegó a grabarlos. Fue sexo desenfrenado esa
noche. En el famoso bosque. Y a la vista de todos los
animales de la zona.
Mientras los filmaba, lo vio. Notó que se le movía
toda la estantería. Entendió que le pasaba algo que
nunca antes le había pasado. Sintió un tembladeral, un
tsunami, un abarajamiento, un licuado, una vuelta
manzana, una picazón, un rocanrol interior, un ciempiés
extasiado, un escalofrío que le caminó por todo su
cuerpo. ¡Lo había visto! “¡Por fin tendré mi propia
aventura!”, pensó enseguida. Él, un hermoso zorrino,
dueño del olor más inaguantable del Universo. Fue amor
a primera vista. Fue increíble. Inexplicable. Estaba
hechizado como nunca antes. Allí se encontraba el
zorrino, de cara y pecho blancos; de espalda y patas
negras; de jopo blanco y negro; de gran colita negra,
con dos rayas blancas. Un verdadero dios peludo de la
hediondez. ¡Guau! ¡Qué zorrino, papito! ¡Qué ojitos
seductores! ¡Qué porte!
Lo miró. Se miraron. El zorrino retrocedió un poco.
Él se acercó con cuidado y con ambas manos lo llenó
de caricias. Vio que al animal le gustaban, entonces
siguió y siguió acariciándolo y acercándose cada vez
más. Luego el zorrino empezó a dar lengüetazos por
toda la humanidad del ex príncipe azul. La camarita se
estropeó bajo el furioso desplazamiento de los cuerpos.
El sol empezaba a asomar. Él se desvistió.
Y colorín colorado este cuento se ha terminado.
¿FIN?
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