martes, 19 de noviembre de 2013

Música estratosférica


                                                                                   
Y al partir sentirás una brisa inmensa de libertad
Maribel se durmió (autor: Luis Alberto Spinetta), Spinetta Jade

El viernes 4 de diciembre de 2009 volvía del laburo a mi depto de Once ubicado en planta baja. La canilla de la bañadera seguía perdiendo. Llamé al encargado del edificio y le comenté el problema. Me contestó que recién al otro día iba a poder pasar por mi depto —que estaba pegado al suyo—. Ni siquiera quiso echarle una miradita para ver si se trataba de una pavada. La canilla de la bañadera largaba un chorrito insoportable y no tardó en sumarse la de la cocina. Primer gran concierto del día. Mis penurias no acababan ahí. La vecina de enfrente —que cuando prendía un sahumerio o me lanzaba desodorante barato en las axilas salía al pasillo y tiraba desodorante de ambientes—, se puso a gritar en forma demencial, aunque esta vez no alcancé a distinguir a quiénes dirigía tales improperios (su frase de cabecera: “¡Callensé, negros de mierda!”).
Llave de paso falseada y yo pensé que mi morada, por una vez y para siempre, iba a ser absorbida por una dimensión paralela. Encima estaba fresco el recuerdo de la última inundación gracias a todos esos años de gente que confundía su inodoro con un tacho de basura y arrojaba trapos viejos, alambres, maderitas y/o toallitas femeninas. Y así, el depto se había convertido en un océano repleto de soretes y toallitas que bailaban al son de las puteadas de mi vecina. Gritos enfermos y agua cayendo y cayendo. ¡Ma sí, hermano, me voy a la mierda! Hinchado los huevos decidí salir a caminar, tipo siete y pico de la tarde, por los oscuros recovecos del Once.
Enseguida regresó a mi cerebro algo que había estado allí de a ratos en la semana. ¡Hoy toca el flaco, monos! No había sacado entrada pero tenía el presentimiento de que no se habían vendido todas.
Llegué a la estación de trenes. Debía ir hasta la parada de Liniers porque la cita era en Vélez. Por una cuestión totalmente objetiva titulada “Lo que gano laburando no me alcanza para vivir”, lo medité un ratito.
Tomé valor y, ya arriba del tren, un tipo se me acercó y comenzó a parlotear. Al principio me daba la impresión que deliraba y me puso bastante incómodo. Íbamos parados porque el tren estaba a full y el chambón vomitaba todas sus merqueadas sentencias mirándome. “¿Por qué todos los loquitos del orto se me pegan?”. Hombre de bronceado exagerado, pelo largo con rulos, remera blanca ajustada a su musculoso cuerpo, metro ochenta y pico de estatura. Cada vez que el tipo arremetía con alguna de sus inconexas teorías me preguntaba, mirándome fijo: “¿No es cierto? ¿No tengo razón?”.
Yo asentía con la cabeza y rogaba para que se alejase de inmediato. En un momento como que empezó a tirar cosas que tenían un hilo, un principio-nudo-fin, aunque eran barbaridades. Con un candado le había roto la cabeza a un menor que, según él, le quiso afanar. “Claro, él me quiso afanar pero le pagan la operación en el cráneo; y yo, para colmo, me gasto cinco mil pesos en abogados. ¿Nadie se da cuenta de que hay que matarlos a todos? Yo fui un buen soldado, lo hice por una causa justa. ¿No es cierto? ¿No tengo razón? ¡Qué bien gobierna el país esta putita!, ¿no? ¡Negros de mierda! ¡Hay que matarlos a todos!”. El hombre me respiraba en la jeta; yo asentía, y de vez en cuando mandaba algún “sí”, como para reafirmar mi supuesta postura a su favor. Él seguía con sus epítetos racistas y con un movimiento pareció querer tocarme la pancita; reaccioné, moví mi cuerpo hacia atrás y el tipo exclamó: “¡Me encantaría tener tu pancita!”.
Por dentro estaba nervioso, cerraba los ojos y trataba de calmarme. El sujeto se estaba poniendo demasiado denso. En eso, logré salirme de su perturbado universo y escuché a unos chicos hablando a mi lado; su conversación giraba en torno a Spinetta, deduje que irían al recital y en mi cabeza programé seguirlos cuando llegáramos a Liniers.
El amigo mal bronceado volvió con todo a mi mundo y me preguntó dónde quedaba ni recuerdo qué localidad, que cuánto faltaba para llegar; le señalé el cartel donde estaba el recorrido, ese que ponen justo arriba de la puerta. “Bueno, gordi, pero no sé leer ese cartel”, soltó el desquiciado de pelo enrulado largo. “Es fácil, muestra las paradas. Ahora estamos en Flores y ahí figura esta parada, ¿no ves?”, le expliqué indignado. Se quedó mirando el cartel como si estuviera frente a jeroglíficos extraterrestres y no jodió más.
En Liniers bajé y seguí a los pibes spinetteanos. Llegué a las afueras de Vélez y di unas cuantas vueltas hasta que alguien me explicó dónde quedaban las boleterías. Para la próxima vez ya sé: prohibido preguntar a canas viejos, pelados, y con un superpancho en la mano, dónde están las boleterías; estos te pueden demorar demasiado la cosa.
Poca gente haciendo cola en las boleterías; llegado mi turno, ¡conseguí entrada! Me acomodé en el lugar de la platea baja que me correspondía y la cancha se llenó bastante rápido. A mi izquierda se sentó una fan total de Luis Alberto. A mi derecha se acercó un grupo de pibes con camisita y corbata, recién saliditos del laburo; por lo que escuché de sus conversaciones, no conocían mucho la música del Flaco.
El show empezó a las veintiuna y cincuenta y cinco, y finalizó a las tres y veinticinco. El anfitrión de la noche tocó cincuenta y un temas, y por el escenario desfilaron varias de las más grandes figuras del rock local.
Antes de cada tema, Spinetta presentaba a un nuevo músico. Y a cada uno le regalaba un particular elogio, que llevaba su inconfundible sello. Para uno de sus primeros invitados la introducción fue: “Un músico estratosférico, ídolo en Japón; ¡el Mono Fontana con todos ustedes!”.
Eran tantos los invitados que hasta el mismo Flaco se quedó sin palabras para presentarlos. De un momento a otro empezó a repetirse y a todos los anunciaba como “genios”. “Y el que viene ahora es un genio de genios… ¡Rapoport!”. Así, al vigésimo invitado decía: “Y ahora voy a presentar a un…”, y el público completaba la frase con un estruendoso: “¡¡¡GENIOOOOOO!!!”.
Fito Páez se llevó la primera gran ovación de la noche. Más tarde, Gustavo Cerati tuvo la suya. A Juanse, un reducido grupo lo recibió con un: “Pomeeelo, Pomeeelo” (por el parecido físico al personaje Pomelo, un rockero reventado, interpretado por el actor Diego Capusotto en el programa de televisión Peter Capusotto y sus videos), pero el estadio cayó rendido con su versión del tema de Pappo Adónde está la libertad. De cualquier modo, en cuanto a invitados, la mayor ovación de la noche fue para, cuándo no, Charly García. Allí estaban, una vez más, los únicos dos locos del rock argento (después hay unos cuantos neuróticos, pero locos hay dos). Cantaron Rezo por vos y así se cerró la primera mitad del recital. Había desfilado bocha de gente increíble, entre ellos, varios de los tecladistas que tocaron en Spinetta Jade.
La segunda parte se centraría en sus bandas Invisible, Pescado Rabioso y Almendra. A esa altura, la spinetteana que tenía al lado estaba llorando de la emoción, muchas parejitas también; y había unos cuantos con los ojos bien abiertos, como hipnotizados por una magia única. Los chicos de camisa y corbata que se sentaban a mi derecha, aburridos, duraron hasta Pescado Rabioso. Uno de ellos, antes de partir, exclamó indignado: “Es el tercer recital de Spinetta que abandono, loco”. Yo me pregunté: “¿Y por qué mierda seguirás viniendo a sus recitales, hermano?”.
Invisible fue la banda que mejor sonó en toda la velada según mi modesto entender. Perfecta, sin fisuras, parecía que habían estado toda la vida tocando juntos. Pescado Rabioso fue la más festejada, la que más hizo bailar a todo el estadio, la más potente, la más rockera. David Lebón, en esta oportunidad, se había hecho cargo de la primera guitarra; no como en la época de Pescado, donde tocaba el bajo. Cuánto rock, maaamita. Almendra le siguió y logró el momento más emotivo; sus cuatro integrantes viejos, gordos, barbudos, pelados y tocando en forma excepcional; si hasta hicieron Muchacha ojos de papel, tema que Luis Alberto no toca nunca; “la toco porque me lo pidió mi mamá”, se excusó.
Ese no fue el fin. Hubo tiempo para presentar a Ricardo Mollo. “Es de esa gente que uno quiere con caca y todo”, al decir del Flaco. Tocaron 8 de octubre y todos los músicos se pusieron la remera de “Conduciendo a conciencia”, ONG que busca concientizar sobre la educación vial para disminuir los accidentes de tránsito (una de las causas de muerte más importantes en nuestro país).
El histórico concierto terminó con él y su banda de 2009 tocando una excelsa tripleta de clásicos: Seguir viviendo sin tu amor, No te alejes tanto de mí y Yo quiero ver un tren.
Salí de Vélez y me dispuse a esperar el colectivo de la línea 2. Como había un montón de personas antes que yo, entré a caminar y caminar. Grave error.
Cuando hay recitales y levantan mucha gente en esa parada, los bondis no vuelven a parar hasta que se baja alguien. Y ni pensar en taxis a esa hora; por la infinita avenida Rivadavia no pasaban o pasaban ocupados.
Ese día también tocó AC/DC en River (“¿Se están durmiendo? ¡Si quieren saltar vayan a River a ver a AC/DC, loco! ¡No! Es un chiste, ¿eh? ¡AC/DC es una nave!”, sentenció el Flaco en un tramo del recital donde hubo una seguidilla de temas tranquis); no debía haber un puto taxi libre en toda la ciudad.
Caminé tanto, pasó tanto tiempo, que por fin encontré uno vacío (bah, vacío no; con conductor, por suerte). No me costó el sueldo entero; no quedaba mucha distancia hasta mi hogar. Me tiré en la camucha y ya eran más de las seis. Igual no dormí, me mantuve acostado sin poder cerrar los ojos hasta que la alarma silbó las ocho.
Me duché, me cambié y fui a la receptoría de avisos clasificados que atendía. Dos cuadras me separaban del objetivo. Tomé café, en las tres horas y media no pasó nadie, cerré el local y me fui a jugar fútbol con amigos. Disputé el peor partido de mi vida. Y eso es mucho decir. Lo mío venía siendo patético desde hacía un lustro y monedas. Ya no quedaban ni residuos de aquel recio defensa.

Volví al depto y allí reparé en el hecho de que las canillas ya no perdían. Además, no había gritos de la vecina. “Así debía ser el paraíso”, pensé. ¿Milagro? ¿Embrujo? ¿Magia? Lo cierto es que durante cinco horas y media estuve en un recital que se pasó de bueno, que resultó mucho más de lo esperado, donde fui a pedir mis gustos favoritos y me dieron unos mucho mejores que ni conocía. Me encantó. Se rezarpó. Fue demasiado.


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