Punta Alta (provincia de Buenos
Aires, República Argentina). Casa de mis abuelos maternos. Los nonos. La casa
enorme de siempre. Esa con patio largo hasta allá, el fondo, re lejos. Con
gallinas, muchas antes, pocas después, ninguna hoy. Con plantas de todo tipo.
Con un enano guardián que vigila el jardín sin movérsele siquiera una pestaña
cual granadero del palacio. Con aire demasiado puro.
Estábamos en el
living, rodeando a esa mesa eterna. El crucifijo extra large ahí colgado,
solitario, en la blanca pared. Los almanaques en flamante italiano. Dos largos
palos acostados, colocados en paralelo, distanciados por pocos centímetros,
sostenidos por el respaldo de dos sillas, una en cada punta de ambos palos. Las
pastas colgando de esos palos. Pastas que en minutos se convertirán en “Las
pastas de la nona”, el manjar más delicioso de todos los tiempos.
Parada a un costado,
Dely; la segunda hija de los nonos, con su primogénita Leti, primita tres meses
más grande que yo. Leti llora y llora, pero en los brazos de su madre parece
por fin calmarse de a poco. Es ahí cuando la tía decide pasarle su hija a la
primogénita de los nonos; mi vieja, Yana.
Yo estoy sentado en
una punta de la eterna mesa rectangular. En la otra punta, el centro de
atención: el nono. Cuenta que te cuenta vaya a saber qué anécdota. Tal vez
sobre la guerra, tal vez sobre sus comienzos en Argentina, tal vez sobre algo
que le pasó el día anterior. Quién sabe. Soy muy pendejo para entender.
A Leti se le caen
las últimas lagrimitas. Yo la miro con cara de “no llores, Leti, no llores”,
pero no me animo a decírselo por miedo a que me carguen los mayores.
El tío Dany escucha
al nono, atento en un rincón, cerca de la puerta que da al patio. En sus manos
tiene una revista con muchas letras, que ni idea de qué tratará. El tío Dany es
el menor de los hijos de los nonos. Mi vieja le lleva diecisiete añitos. El tío
Dany nos lleva sólo ocho añitos a Leti y a mí. Con el tío Dany es con quien más
jugamos Leti y yo. Es el que más nos entiende.
La nona hace su
eléctrica aparición. Corre, se frena, prepara algo, va de aquí para allá.
Vuela. La súper nona se la pasa haciendo cosas. Se debe cansar, pobre. Será por
eso que duerme siempre la siesta y sus ojitos se le cierran en forma automática
a las diez de la noche. Hasta yo te duro despierto media horita más. Pero,
claro, yo no hago tantas cosas durante el día.
José, el tercero de
los hijos de los nonos, escucha muy serio a su papá. José es mi padrino y por
lo tanto mi preferido. A José lo respeto mucho y cada vez que abre la boca tomo
nota. José es grandote y cabezón. Yo soy sólo cabezón. Quizá de grande logre
ser grandote. Ojalá.
Mi hermanito menor
Martín y mi primita Silvi, hermanita menor de Leti, duermen en una de las
piezas. Mi tío Miguel, esposo de Dely, le comenta algo a mi viejo Alfonso, que
se encuentra cerca de José.
De pronto, Juan
irrumpe en la escena. El tío Juan, el cuarto hijo de los nonos, abre de golpe
la puerta que da al patio y hace como que asusta al tío Dany. Al toque tira un
chiste que no logro entender y todos los grandes se mueren de la risa. Juan
siempre hace reír a todos con chistes que a veces entiendo y otras veces no.
Cuando sea grande quiero hacer reír a todos como lo hace el tío Juan. Y también
quiero entender todos sus chistes.
La nona le pone los
puntos a Juan, que al parecer ya se pasó de rosca. Le pide que pare un poquito
y haga unas compras. Juan le advierte que no queda tanto papel como para anotar
tantas compras que hay que hacer. José sale disparado del living y enseguida vuelve
con el papel higiénico en la mano. Se lo da a Juan y creo que le dice algo así
como “escribí acá, andá a hacer las compras y dejate de joder”. Yo me cago de
risa por la ocurrencia de mi padrino y la miro a Leti, que continúa en brazos
de mi vieja. Leti sonríe por primera vez en el día.
La nona se agarra la
cabeza, le da a Juan una birome y un papel blanco gigante, y le dicta todo lo
que se necesita para que vaya y lo compre. Yo todavía me río. El nono hace un
comentario sobre mi risa y todos estallan en carcajadas. Juan se va a hacer las
compras cantando en algo que parece italiano y eso provoca que me ría cada vez
más. No, no puedo parar de reír. ¡No puedo! ¡Hasta empecé a toser! Mi vieja me
pide que pare un poquito, que ya está. Obedezco como puedo. El nono, retomando
la anécdota que venía contando, vuelve a ser el centro de atención. Algún día
alguien me relatará todas estas historias que el nono siempre cuenta, ¡deben
estar buenísimas!
La nona pasa cerca
de mí, me da dos suaves palmaditas en la cabeza y, en simultáneo, me regala una
sonrisa, pequeña, sutil, como sabia.
“Ay, Pablito, Pablito”, me dice,
y yo sonrío al recibir su mimo. A continuación, disparada cual súper nona, se
desplaza en forma veloz hacia otra parte de la casa, en busca de vaya uno a
saber qué.
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