Pensé: “Si Paul y John pueden escribir una canción,
todos los demás pueden hacerlo”
George Harrison
Mis primeros recuerdos con la
música datan desde muy pequeño. Mis padres contaban con algunos discos y varios
casetes.
Mi viejo tenía una
mezcla bastante ecléctica. De su colección, lo que más llamaba mi atención era la
tapa de un casete de Fausto Papetti: una mina en tetas tocando el saxo.
Mi vieja tenía los de
Sergio Denis. La tía del famoso cantante vivía a pocos metros de la casa de los
nonos maternos en Punta Alta. Con Héctor Omar Hoffman (el verdadero nombre de
Sergio) mi vieja compartió algunos juegos y bailes.
Además de álbumes de
sobrinos de vecinas, escuchaba otras cosas; los casetes de ella que me
fascinaban eran: Lo mejor de Sui Generis y The Beatles 20 éxitos de
oro. Por supuesto, también le daba mucho play a un casete que habían
comprado para mí y mi hermano: Canciones para chicos, de María Elena
Walsh.
De los 20 éxitos de
The Beatles, las canciones que más me gustaban eran las únicas dos firmadas por
George Harrison (Something y Here comes the sun).
El amor por George
iba más allá de toda razón.
Años después me
enteré que mi beatle iba a sacar un disco. El primer corte era Got my
mind set on you. El videoclip desfilaba por los
cuatro canales de aire que con mucho esfuerzo nuestro Noblex blanco y negro,
catorce pulgadas, podía agarrar. Ahí estaba, recanchero, el beatle silencioso, sentado
en el cómodo sillón de una habitación, con su guitarra eléctrica, rodeado de cabezas
de animales que cantaban el estribillo y un pajarito que saltaba al ritmo de la
batería.
Recuerdo que pasaban
el video en programas de sábado al mediodía dedicados a videoclips.
El segundo video del
álbum lo vi por primera vez en una serie de canal siete (en esa época, ATC)
llamada Los copiones. Hay poco material sobre ese programa en la web y
nadie parece acordarse que existió. Actuaban los experimentados Diana Maggi y
Pachi Armas, y otros que se estaban anotando sus primeros porotos, como Nancy Anka.
La canción era When
we was fab y su letra hablaba claramente de The Beatles. En el video aparecían
Ringo Starr, Jeff Lynne y Elton John. En la serie hacían como que uno de los
pibes soñaba con ese videoclip, se despertaba y decía: “George, ¡vos también
sos un copión!”. ¿De quién supuestamente se copió esta vez? ¿George tuvo que
enfrentar otro juicio por plagio luego de My sweet lord? Para nada.
Supongo que la idea era insertar ese video como sea, porque garpaba.
Ese programa transcurría
en una escuela de música; en determinado momento de cada capítulo algún niño o
joven cantaba una canción, en general del repertorio argentino, siempre temas
de otros; ellos, “Los copiones”, los capos, los buenos, limpitos, formales, artistas,
héroes, tenían unos temibles enemigos: los malos, punks, sucios, vestidos de
negro, con crestas, raros peinados nuevos, cabelleras multicolores, tachas,
cuero, actitud desafiante, se llamaban… ¡“Los originales”! Bastaba que un personaje
esté de negro para que se lo considerase punk; y punk en esa ficción era lo errático,
la perdición.
1987. Salíamos con mi
padre de ver Johny Tolengo, el majestuoso en uno de los cines de
peatonal Lavalle.
Después de comer en
el Pumper Nic un Mobur (sánguche de jamón, queso y huevo frito) y unas Frenys
(papas fritas) entramos en un local de música. Esos típicos de peatonal
Lavalle, angostos y largos.
Encaré hacia el
vendedor y le pregunté si me podía dar el de George Harrison. Apenas podía
asomar mi bochita, el mostrador me quedaba alto. El vendedor, muy en forro, me
preguntó:
—¿Cuál?
—¡El de Shor
Jarrison! —insistí.
—Sí, ya sé. Pero cuál
de todos sus discos.
En esa época no tenía
registro de la obra solista anterior de mi beatle favorito. Yo qué mierda iba a
saber que este era su undécimo LP. Igual, un idiota el tipo, pésimo vendedor.
Era un álbum que estaba de moda, lo primero que tenés que preguntar es si busco
su último trabajo, lo que suena en todos lados, y no graznar “¿cuál?, ¿cuál?,
¿cuál?” como un pato rayado.
—¡El de Shor
Jarrison! ¡El que era de los Bitle!
—Lo conozco. Lo que
no sé es cuál querés de sus discos.
Hasta yo siendo muy
pibe me daba cuenta que estaba enfrente de un imbécil.
Mi paciencia se agotaba.
Se acababan mis recursos. Cuando de pronto, una chica que me sacaba dos cabezas
y dos tetas faustopapettianas de ventaja, se dio vuelta. Estaba vestida
con una campera negra de cuero, igual que su pantalón, remera negra, pelo largo
oscuro con mechones de distintos colores, flequillo castaño que viajaba hasta
un milímetro antes de las cejas, labios y uñas violetas, un aro zarpado por
oreja, pulsera de tachas, olía rarísimo. La chica me miró y dijo:
—Perdón. Por
casualidad, lo que estás buscando, ¿no es el último caset de Chorch Jarrison?
Ese que tiene el tema copante de “a cat mamá se lo niu…”.
Mientras ladraba con
pasión el hitazo del momento tiraba unos movimientos serpenteantes con la
cadera. En la parte de “se lo niu” levantaba una pierna, la campera de
cuero se le abría y podía ver cómo se le marcaban los pezones.
El forro detrás del
mostrador miraba la situación incómodo. Yo estaba exultante y empecé a saltar
gritando:
—¡Es ese! ¡Quiero
ese!
Recién ahí el flaco
sacó el casete de Nube 9. No tuvo que buscar mucho, no fue una tarea que
lo haya obligado a sudar demasiado; como todos los álbumes de moda, lo tenía
muy a mano. Mi viejo se puso con la tarasca y cuando me di vuelta para darle
las gracias, ya no quedaban rastros de mi salvadora.