viernes, 30 de diciembre de 2016
Prólogo (publicado en El mundo amaba a otras personas -Textos Intrusos [2015]-)
3 Camellos - El Monstruo
por Gustavo A. Sarmiento
Cuenta la historia que llega un tipo a su casa y
encuentra a su mujer encamada con su analista. El
marido recién arribado se pone como loco. Entonces
su psicólogo, aún en bolas sobre el colchón, sin dejar
de tocar a la mujer, le dice: “Tranquilo, Gómez. Esto
no es lo que usted piensa”. Y Gómez le responde: “Con
usted siempre lo mismo. Nunca nada es lo que yo
pienso”. El cuento, más allá de reflejar cierta vicisitud
privada y una tesis sobre la psicología hecha haiku,
muestra una particularidad muchas veces naturalizada,
pero no por eso menos importante: a menudo, los
reveses de la vida cotidiana vienen acompañados del
humor. El humor, entonces, es catalizador o cumple la
función-espejo de señalarnos lo agrio de la realidad que
tenemos enfrente; con el doble filo de la risa o el llanto,
más bien, todo es necesario. En el día a día, uno se
puede cruzar habitualmente con escenas así, tan irónicas
como ácidas. Tan amargas como adorables. Este libro
tiene la virtud de combinar ese cóctel en un mundo
literario de ficción, porque es ficción, pero bien se podría
encontrar a la vuelta de tu esquina, de tu pueblo, de tu
mundo, envuelto en otro envase, en otros dichos, en
otra esposa o en otro psicólogo; está ahí, aguardando
paciente en reposera, con malla y bronceador, la bomba
del fin del mundo.
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La segunda virtud es que se puede leer de manera
fluida, como un pentagrama de Los Beatles. Y a no
confundir fluidez con simpleza. Es mucho, pero mucho,
más difícil, escribir algo natural que algo que de tan
artificioso se hunde en la pesadez. Nadie nos obliga a
leer un libro. No hay nada más fácil que dejar de leer un
libro. Uno en el cine o en el teatro tiende a seguir la
obra aunque no le guste, y en esos casos intenta llegar
como sea a lo más próximo del final. Incluso con un
DVD viéndolo en la cama pasa algo parecido. Un libro,
en cambio, es él y vos, y si la relación no va, pasás a
otro, como un mal amante, hasta encontrar el libro que
te retenga, porque la lectura es un acto de seducción.
Las palabras seducen o generan indiferencia. He ahí la
virtud de quien escriba, el lector que se le aparece en
sueños con porte de fantasma todopoderoso. Y que el
azar contribuya también, con su buen porcentaje.
En esos próximos cuentos, que forman una novela
con hilos (a veces indivisibles, o invisibles, que no es lo
mismo) entrecruzando cada historia, todo pasa de una
rutina plácida o amarga al precipicio, del miedo o enojo
a la novedad que atrapa, como un acto de magia, en
giros tarkovskianos, pero de un Andrei que viva
cotidianamente en el barrio de Balvanera, ese gigante
que todo lo mira y todo lo consume.
Este libro logra esa fluidez porque interpreta un
lenguaje que está ahí vagando por la calle. Que puede
pasar de descripción a narración esotérica, donde ni el
propio autor termina de creer lo que está viendo, porque
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el autor es uno más en la escena. Está ahí, como otro
sujeto de la historia, contándonos lo que ve, e incluso
agregando comentarios como si estuviésemos al lado
suyo (lo que cualquiera de nosotros —le— diría). Todo
en modo-urbano. Porque la Ciudad aparece como inicio
de todo, y muchas veces como culpable de engendrar
esos personajes o esas situaciones. Entonces, como en
cualquier urbe o como en ninguna, surge la desilusión
tan fácil como la felicidad, el desamor, la búsqueda, el
temor a la muerte, lo frágil, el movimiento constante.
Aparecen los que dicen hacer milagros, la lluvia siempre
ahí detrás nuestro, los payasos que caen, los monstruos.
Y aquí me deposito dos segundos: el monstruo. El
monstruo de ser uno, en las hojas, el monstruo podés
ser vos, la ciudad, la televisión, la guerra o las bombas.
Los dueños de medios, los políticos. Porque el monstruo
habita en todos, como la ansiedad; el problema es
cuando uno lo despierta o no le pone el freno, y entonces
la ansiedad se vuelve trastorno, y el monstruo se vuelve
carne. El libro también tiene la virtud de mostrarnos
que el monstruo y la carne habitan en cada uno, y cada
uno habita con monstruos y con su carne.
Aparecen el sexo mundano, las puteadas, el lunfardo.
Esa es la otra clave de la decodificación. El lenguaje
que interpela uno a uno. Él y vos. Yo y él. Todos
nosotros. Aparecen la música, las citas pop, la regla de
tres simple, lo imprevisto. Están las mujeres, los pechos,
pero sobre todo, están las palabras. Las reinas de las
imágenes. Dependemos de las palabras, seguimos
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dependiendo de ellas, para conocer el mundo. O para
interpretarlo (quizá sea esa una de las razones para leer
un libro). Y ahí están las palabras en estos textos,
diciéndonos que no siempre es lo que creemos. Que el
mundo amaba a otras personas.
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